PIHKAL
(Autores: Alexander y Ann Shulgin – Traductor al español: J. C. Ruiz Franco)
(Autores: Alexander y Ann Shulgin – Traductor al español: J. C. Ruiz Franco)
INTRODUCCIÓN
La filosofía subyacente
a la redacción de PIHKAL
Soy
farmacólogo y químico. He pasado la mayor parte de mi vida adulta investigando
la acción de las drogas; cómo se descubren, qué son, qué hacen, de qué forma
pueden ser útiles (o perjudiciales). Pero mis intereses se apartan un poco de
la corriente convencional de la farmacología y se mueven en un ámbito que
considero mucho más fascinante y gratificante, el de las drogas psiquedélicas.
La mejor forma de definir las sustancias psiquedélicas podría ser como unos
compuestos no adictivos físicamente que modifican temporalmente el estado de
nuestra consciencia.
La
opinión más común en este país es que hay drogas que son legales y que, o bien
son relativamente seguras o al menos tienen riesgos aceptables; y que hay otras
drogas que son ilegales y que no disponen de ninguna aplicación legítima en
nuestra sociedad, en modo alguno. Aunque esta opinión es ampliamente aceptada y
se difunde con gran fuerza, sinceramente creo que es errónea. Se trata de un
esfuerzo por mostrar las cosas de color blanco o negro, cuando en realidad, en
este ámbito, como sucede en la mayor parte de la vida real, la verdad es de
color gris.
Ruego
al lector que me deje explicar las razones de esta tesis mía.
Toda
droga, legal o ilegal, proporciona algún tipo de recompensa. Todas las drogas
incluyen algún riesgo. Y todas las drogas pueden ser objeto de abuso. En mi
opinión, en última instancia, corresponde a cada uno de nosotros sopesar los
beneficios, por un lado, y los riesgos, por otro, y decidir qué lado de la
balanza pesa más. El conjunto de las recompensas cubre un amplio espectro.
Incluyen cosas como la curación de las enfermedades, el alivio del dolor físico
o emocional, la embriaguez y la relajación. Ciertas drogas –las conocidas como
sustancias psiquedélicas– permiten un mejor conocimiento personal, además de la
expansión de los horizontes mentales y emocionales de la persona.
Los
riesgos son igualmente variados, y van desde el daño fisiológico hasta los
trastornos psicológicos, la dependencia y el incumplimiento de las leyes
sociales. Del mismo modo que existen diferentes tipos de recompensa para
distintas personas, existen también diversas clases de riesgos. Una persona
adulta debe tomar sus propias decisiones en lo relativo a exponerse, o no, a
una droga específica, independientemente de que esté disponible con receta
médica o de que esté prohibida por la ley, evaluando los posibles beneficios e
inconvenientes a partir de sus propios recursos y valores morales. Y es
precisamente debido a esto por lo que estar bien informado desempeña una
función indispensable. Mi filosofía puede resumirse en tan sólo cuatro
palabras: “Infórmate y después elige”.
Yo,
personalmente, he decidido que algunas drogas tienen un valor suficiente como
para que tomarlas compense sus riesgos; a otras, en cambio, no las considero
suficientemente valiosas. Por ejemplo, bebo una moderada cantidad de alcohol,
normalmente en forma de vino, y –por el momento– los análisis de mi función
hepática son completamente normales. No fumo tabaco. Fumaba, y lo hacía en
exceso, pero posteriormente logré dejarlo. No fueron los riesgos para la salud
los que me indujeron a ello, sino más bien el hecho de que me había convertido
en una persona completamente dependiente del tabaco. Eso era, desde mi punto de
vista, un claro ejemplo de un precio inaceptablemente alto que tenía que pagar.
Cada
una de las decisiones de ese tipo son asunto mío, basándome en lo que sé sobre
esa droga y en lo que sé sobre mí mismo.
De
entre las drogas que son ilegales actualmente, he decidido no consumir marihuana,
ya que considero que ese tipo de embriaguez –que consiste en sentir cierta
ligereza mental y en una alteración de la consciencia de carácter benigno, sin
consecuencias negativas en el ámbito fisiológico– no me compensa lo suficiente por
la incómoda sensación de estar perdiendo el tiempo.
He
probado la heroína. Esta droga, sin duda, constituye actualmente uno de los
mayores problemas de nuestra sociedad. A mí me genera un estado de paz
acompañado de sueños, sin sensaciones molestas, estrés o preocupaciones. Pero
al mismo tiempo noto una falta de motivación, un descenso del nivel de alerta y
en el deseo subjetivo de hacer mis tareas. No es el miedo a la adicción lo que
me lleva a rechazar la heroína; se trata del hecho de, que bajo su influencia,
nada parece ser suficientemente importante para mí
.
.
También
he probado la cocaína. Esta droga, especialmente en su conocida presentación
llamada “crack”, es un tema muy importante en nuestros días. Para mí, la
cocaína es como un fuerte empujón, un estimulante que me ofrece una sensación
de poder y de que lo tengo completamente alojado dentro de mí, que me encuentro
sentado en lo más alto del mundo. Pero tengo también, a la vez, el inevitable
conocimiento subyacente de que eso no es un poder real, de que realmente no
estoy en lo más alto del mundo, y de que, cuando los efectos de la droga se
hayan disipado, no habré ganado nada. Tengo una extraña sensación de estar
viviendo una situación falsa. No tiene lugar una introspección que aporte
conocimiento. No se aprende nada. De una forma un tanto peculiar, considero a
la cocaína una droga de evasión, más aún que a la heroína. Con cualquiera de
ellas te alejas de quien eres, o –más importante aún– de quien no eres. En
cualquier caso, te libras, durante un período breve de tiempo, de la propia
conciencia de tus problemas. Sinceramente, yo preferiría tratar los míos, en
lugar de escapar de ellos; así se obtiene más satisfacción, en última
instancia.
Con
las drogas psiquedélicas, en mi opinión, creo que los leves riesgos que conllevan
(alguna experiencia difícil, de vez en cuando, o quizás algún malestar
corporal) se ven equilibrados de sobra por la posibilidad de aprender. Y ésa es
la razón por la que he decidido elegir este ámbito específico, dentro de la
farmacología.
¿Qué
quiero decir cuando hablo del potencial de aprender? Se trata de una
posibilidad, no de una certeza. Puedo aprender, pero no estoy obligado a
hacerlo; puedo conseguir nuevas ideas sobre posibles procedimientos para
mejorar mi calidad de vida, pero sólo gracias a mi propio esfuerzo llegarán los
cambios deseados.
Estoy
totalmente convencido de que existe un compendio de información que se ha
desarrollado dentro de nosotros, que llega a ser tan extenso como una cantidad
consistente en muchos kilómetros de conocimiento intuitivo perfectamente
comprimidos dentro del material genético de cada una de nuestra células. Sería
algo parecido a una biblioteca que contiene un número prácticamente infinito de
libros de referencia, pero sin que conozcamos un modo de acceder a ella. Y al
no disponer de ningún procedimiento de entrada, no hay forma de tener ni
siquiera una ligera idea inicial sobre la cantidad y la calidad de lo que hay
allí dentro. Las drogas psiquedélicas permiten la exploración del mundo
interno, así como el surgimiento de ideas que nos informen sobre su naturaleza.
Nuestra
generación es la primera, en toda la historia, en haber convertido el
autoconocimiento en un crimen, cuando se alcanza mediante el uso de plantas o
compuestos químicos como métodos para abrir las puertas de la psique. Pero esa
necesidad de conocer qué hay allí dentro siempre está presente, y aumenta en
intensidad a medida que envejecemos.
Un
día cualquiera, cuando miras a la cara a un nieto recién nacido, detectas que
te has puesto a pensar que su nacimiento pone de manifiesto la continua y rica
complejidad de la esencia del tiempo, que fluye desde el pasado hacia el
futuro. Te das cuenta de que la vida se expresa continuamente de distintas
maneras y con diferentes identidades, pero que, sea lo que fuere aquello que da
forma a cada nueva expresión, que la hace posible, no cambia nada en absoluto.
“¿De
dónde procede su alma, que es única de su ser?”, te preguntas. “¿Y adónde se dirige
mi alma, la que me da la esencia a mí? ¿Hay realmente algo ahí fuera, que se
manifiesta después de la muerte? ¿Hay un propósito subyacente a toda la
realidad que percibimos? ¿Existen un orden y una estructura omnipresentes que
permiten dar sentido a todo, o tal vez sería consciente de ello si pudiera ver
esas entidades ocultas?”. Sientes la necesidad de preguntar, de investigar, de
utilizar el poco tiempo que tal vez tengas, en vistas a la búsqueda de procedimientos
para atar todos los cabos sueltos, para comprender lo que exige ser
comprendido.
Ésta
es la búsqueda que ha formado parte de la vida humana, desde el primer momento
en que tuvo conciencia. El conocimiento de su propia mortalidad –un
conocimiento que le hace ser distinto de sus compañeros, los demás animales– es
lo que da al ser humano el derecho, el permiso, para explorar la naturaleza de
sus propios alma y espíritu, con el objetivo de descubrir todo lo que pueda
sobre los componentes de la psique humana.
Cada
uno de nosotros, en algún momento de nuestra vida, nos sentiremos como si
fuéramos extraños, en el extraño ámbito de nuestra propia existencia, y
entonces necesitaremos respuestas a las preguntas que surgen de lo más profundo
de nuestra alma y que nunca se acallarán.
.Tanto
las preguntas como sus respuestas tienen el mismo origen: uno mismo.
Esta
fuente, esta parte de nosotros, ha recibido muchas denominaciones a lo largo de
la historia del ser humano, y la más reciente ha sido llamarla “el
inconsciente”. Los freudianos desconfían de ella y los jungianos se sienten
embelesados por ella. Es la parte de nuestro interior que mantiene la
vigilancia cuando nuestra mente consciente no lo hace, que nos da una idea de
qué hacer si surge una crisis, cuando no hay tiempo disponible para el razonamiento
lógico, ni para tomar decisiones conforme a él. Es un lugar donde podemos
encontrar ángeles y demonios, y cualquier otra cosa intermedia entre esos dos
extremos.
Ésta
es una de las razones por las que considero tesoros a las drogas psiquedélicas.
Tienen la capacidad de proporcionar acceso a las partes de nosotros que
disponen de las respuestas. Pueden hacerlo, pero, de nuevo, no tienen por qué
hacerlo y probablemente no lo hagan, a menos que posibilitar ese acceso sea el
verdadero propósito por el que se utilizan.
De
cada uno depende utilizar estas herramientas bien y de manera adecuada. Una
droga psiquedélica podría compararse a la televisión. Puede ser muy reveladora,
muy instructiva y –con un extremo cuidado en la selección de los canales–
podríamos lograr los medios para llegar a poseer un conocimiento
extraordinario. Sin embargo, para mucha gente, las drogas psiquedélicas son
simplemente otra forma de diversión; no buscan nada profundo, y de ese modo
–normalmente– no experimentan nada profundo.
El
potencial de las drogas psiquedélicas para proporcionar acceso al universo
interior es –creo yo– su característica más valiosa.
Desde
los primeros tiempos del ser humano sobre la Tierra, hemos buscado y utilizado
plantas específicas que han servido para modificar la forma en que
interactuamos con el mundo y en que nos comunicamos con los dioses y con
nosotros mismos. En cada cultura, ha habido cierto porcentaje de la población
–normalmente los chamanes, curanderos, hombres-medicina– que ha utilizado tal o
cual planta para conseguir una transformación de su estado de conciencia. Estas
personas han utilizado los estados alterados de consciencia a fin de mejorar su
propia capacidad para diagnosticar y para permitirles recurrir a las energías
curativas que intentan encontrar en el mundo de los espíritus. Los líderes de
las tribus (las familias de los dirigentes, en civilizaciones posteriores)
seguramente utilizaban las plantas psicoactivas para aumentar su capacidad de
introspección y la sabiduría necesaria para gobernar, o tal vez simplemente
para solicitar la ayuda de los poderes destructivos como aliados en las guerras
en las que tendrían que luchar.
Se
han descubierto muchas plantas para cubrir las necesidades humanas. A la
humanidad siempre la ha acompañado el dolor no deseado. Igual que en la
actualidad existen usuarios de heroína (o de fentanilo o meperidina), muchos
siglos antes esta función analgésica la desempeñó el opio en el Viejo Mundo y
la datura en el Nuevo Mundo, la mandrágora en Europa y norte de África, por
nombrar algunas sustancias. Muchos individuos han utilizado esta forma de
acabar con el dolor (físico y psíquico), lo cual incluye evadirse hacia un
mundo de sueños. Y, aunque estas herramientas han tenido muchos usuarios,
parece que sólo una minoría ha abusado de ellas. Históricamente, todas las
culturas han incluido positivamente estas plantas en su vida diaria, y de ellas
han obtenido más beneficios que problemas. En nuestra sociedad hemos aprendido
a acabar con el dolor físico y a aliviar la ansiedad con el uso médico de
ciertas drogas que se han desarrollado imitando a los alcaloides de las plantas
sobre las que estamos hablando.
También
ha estado siempre presente en la humanidad la necesidad de encontrar fuentes de
energía adicional. Y, del mismo modo que nosotros tenemos usuarios de cafeína o
de cocaína, durante siglos las fuentes naturales han sido el mate o la planta
de la coca en el Nuevo Mundo, el kat en Asia Menor, la kola en el norte de
África, el kava-kava y el betel en el Extremo Oriente, y la efedra en todas las
partes del mundo. De nuevo, muchos tipos de personas –el campesino, inclinado
bajo un enorme haz de leña que lleva a la espalda, caminando durante horas por
el camino de una montaña; el médico que debe trabajar en el servicio de
urgencias durante dos días sin dormir; el soldado que se encuentra bajo fuego
en el frente de batalla y que no puede permitirse descansar– han buscado la
fuerza y el empuje que conlleva la estimulación. Y, como siempre, ha habido
sólo unos pocos que han decidido abusar de estas sustancias.
Además,
existe la necesidad de explorar el mundo que se encuentra justo más allá de los
límites inmediatos de nuestros sentidos y de nuestro entendimiento; eso también
ha acompañado a la humanidad desde sus inicios. Pero, en este caso, nuestra
sociedad norteamericana, no originaria de esta tierra, no ha dado su visto
bueno a las plantas, las sustancias químicas que abren nuestra capacidad de
percibir y sentir. Otras civilizaciones, durante muchos cientos de años, han utilizado
el peyote y los hongos que contienen psilocibina, así como la ayahuasca, la
cohoba y el yagé del Nuevo Mundo, la harmala, el cannabis y el soma del Viejo
Mundo, y la iboga de África, en esta búsqueda en el interior del inconsciente
humano. Sin embargo, el gremio médico de nuestro tiempo, en términos generales,
nunca ha reconocido estas herramientas para el conocimiento interno o para
hacer psicoterapia, y normalmente se han seguido considerando inaceptables. En
el mismo núcleo del establecimiento del equilibrio de poder entre quienes nos
curan y quienes nos gobiernan, se ha llegado al acuerdo de que la posesión y el
uso de estas notables plantas constituyan un delito. Y que el uso de cualquier
compuesto químico que se desarrolle para imitar la acción de estas plantas,
aunque puedan suponer una mayor seguridad y un efecto más consistente, también
sea un delito.
Somos
una gran nación, con uno de los mejores niveles de vida conocidos en toda la
historia. Nos sentimos orgullosos de una extraordinaria Constitución que nos
protege de las formas de gobierno tiránicas que han conllevado la destrucción
de países de menor relevancia mundial que el nuestro. Contamos con el
privilegio de haber heredado la ley inglesa, que presupone que somos inocentes
y que nos asegura nuestra privacidad personal. Uno de los principales puntos
fuertes de nuestro país ha consistido en un común respeto por el individuo.
Todos y cada uno de nosotros es libre –o así hemos creído siempre– para seguir
cualquier camino religioso o espiritual que elija; libre para investigar,
explorar, buscar información e intentar encontrar la verdad, y sin importar lo
que desee, siempre que asuma completa responsabilidad por sus actos y sus
efectos en otros.
¿Cómo
es posible entonces que los líderes de nuestra sociedad hayan decidido
emprender el intento de eliminar este método tan importante de aprendizaje y
autoconocimiento, este medio que se ha utilizado, respetado y honrado durante
miles de años, en todas las culturas humanas de las que conservamos algún dato?
¿Por qué, por ejemplo el peyote, que ha servido durante siglos como procedimiento
con el cual una persona podía abrir su alma a una experiencia con su dios, ha
sido clasificado por nuestros gobiernos como una sustancia perteneciente a la
Lista I, junto con la heroína y el PCP? ¿Es esta forma de condena legal el
resultado de la ignorancia, de la presión de las religiones organizadas, o bien
un deseo cada vez mayor de obligar a la población a expresar su conformidad con
lo establecido? Parte de la respuesta puede consistir en una creciente
tendencia, en nuestra cultura, tanto al paternalismo como al etnocentrismo.
“Paternalismo”
es el nombre que se da a un sistema en el que las autoridades satisfacen
nuestras necesidades, y –a cambio de ellas– les permitimos que dirijan nuestra
conducta, tanto pública como privada. El etnocentrismo consiste en una
estrechez de miras, una unificación social mediante la aceptación de un código
ético único, la limitación de los intereses y de las formas de experiencia a
las ya establecidas como tradicionales.
Sin
embargo, los prejuicios contra el uso de plantas y drogas que expanden la
conciencia nacen principalmente de la intolerancia racial y de la acumulación
de poder político. En los últimos años del siglo XIX, cuando el ferrocarril que
une el país de costa a costa se había terminado de construir y ya no se
necesitaba a los trabajadores chinos, se les fue considerando progresivamente infrahumanos
y no civilizados; tenían la piel amarilla, los ojos oblicuos, y eran peligrosos
extranjeros que frecuentaban los antros donde se fumaba opio.
Al
peyote se le describió, en varias publicaciones de finales del siglo XIX, como
la causa de asesinatos, tumultos y locura entre los perezosos indios
americanos. La Agencia para Asuntos Indios decidió acabar con el uso del peyote
(que continuamente confundía con el mescal o con el frijolito, en sus
publicaciones), y una de las presiones más constantes, subyacentes a estos
intentos, se ve claramente en esta cita parcial de una carta escrita por el
reverendo B. V. Gassaway, a la citada agencia: “…El Sabbath es el principal día
para nuestros servicios de rezo, y si los indios se embriagan antes con mescal (peyote),
no podrán beneficiarse de la Palabra de Dios”.
Sólo
con un tremendo esfuerzo y determinación por parte de muchas personas de los
estados agricultores del sur, el uso del peyote se siguió permitiendo como
sacramento en la lglesia Nativa Americana. Actualmente, como probablemente
sabrá el lector, existe un renovado esfuerzo por parte de nuestro gobierno para
eliminar el uso religioso del peyote por parte de nuestros americanos nativos.
En
la década de los treinta se intentó deportar a los trabajadores mexicanos de
los estados agrícolas del sur, y de nuevo se quisieron despertar los prejuicios
raciales por los que a los mexicanos se les consideraba vagos, sucios y
consumidores de esa peligrosa sustancia llamada “marihuana”. La intolerancia
hacia los ciudadanos de piel negra se estimuló y apoyó con historias que
narraban el consumo de marihuana y heroína entre los músicos negros. Debemos
hacer notar que nadie insistió en ese uso de drogas por parte de los ciudadanos
negros hasta que su nueva música, que ellos mismos llamaron jazz, empezó a atraer la atención de los
blancos –al principio sólo dueños de clubes nocturnos, de raza blanca–, y
también en ese momento comenzaron los primeros intentos de difundir las
humillaciones e injusticias sufridas por los ciudadanos estadounidenses de piel
negra.
Nosotros,
en este país, somos conscientes y nos avergonzamos de nuestro pasado mal trato
a los derechos de varias minorías étnicas, pero somos menos conscientes acerca
del modo en que se ha manipulado la opinión pública en relación con ciertas
drogas. Se crearon nuevos cargos con gran poder político y, gracias a ello,
miles de nuevos puestos de empleo, sobre la base de la supuesta amenaza a la
salud pública y a la seguridad ciudadana por parte de plantas y drogas cuya
única función era alterar la percepción, abrir el camino a la exploración de la
parte inconsciente de la mente, y –para muchos–, permitir una experiencia
directa de lo numinoso.
Los
años sesenta, sin duda, dieron un fuerte impulso a las sustancias psiquedélicas.
Estas drogas se utilizaban como parte fundamental de una rebelión masiva contra
la autoridad del gobierno y contra una guerra, la del Vietnam, que se
consideraba inmoral e innecesaria. Asimismo, también hubo muchas personas que,
de forma directa y desde la autoridad que representaban, afirmaron que se
necesitaba un nuevo tipo de espiritualidad, y que animaban al consumo de
psiquedélicos para establecer contacto directo con el dios de cada uno, sin la
intervención de sacerdotes, ministros ni rabinos.
Los
testimonios de psiquiatras, escritores y filósofos, además de muchos miembros
de las distintas jerarquías eclesiásticas, que eran conscientes de lo que
estaba sucediendo, defendían el estudio e investigación del efecto de los
psiquedélicos, y de lo que ellos podrían revelar sobre la naturaleza y el
funcionamiento de la mente y el alma humanas. Se les ignoró en medio del clamor
popular contra el flagrante abuso y mal uso, de los cuales aparentemente
existían pruebas abundantes y evidentes. El gobierno y la Iglesia decidieron
que las drogas psiquedélicas eran peligrosas para la sociedad y, con la ayuda
de la prensa, consiguieron convencer de que se trataba de un claro camino hacia
el caos social y el desastre espiritual.
Lo
que estaba implícito en todas las acciones que se emprendieron fue la ley más
antigua de todas: “No podrás oponerte, ni dejar en evidencia a los que ostenten
el poder, sin ser castigado”.
He
explicado algunas de mis razones para afirmar que las drogas psiquedélicas son
tesoros. Hay otras, y muchas de ellas aparecerán a lo largo de la historia que
vamos a contar. Está, por ejemplo, el efecto que ejercen en mi percepción de
los colores, que es totalmente digna de tener en cuenta. Asimismo, está la
profundización de mi conocimiento emocional con otra persona, que puede llegar
a ser una experiencia muy hermosa, con un erotismo de una intensidad sublime.
Disfruto enormemente de la potenciación de los sentidos del tacto, el olfato y
el gusto, y con los fascinantes cambios en mi percepción del paso del tiempo.
Me
considero personalmente bendecido por haber experimentado, aunque haya sido
brevemente, la existencia de Dios. He llegado a sentir una unión sagrada con la
creación y con su Creador, y –lo más sorprendente de todo– he podido tomar contacto
con lo más profundo de mi propia alma.
Por
todas estas razones, he dedicado mi vida a este ámbito de investigación. Algún
día tal vez entienda cómo estos sencillos catalizadores logran hacer aquello
que nosotros experimentamos. Mientras tanto, estaré en deuda con ellos para
siempre. Y también seré su defensor durante toda mi vida.
EL
PROCESO DE DESCUBRIMIENTO
La
segunda pregunta que más me suelen hacer, después de “¿Por qué te dedicas a ese
trabajo?”, es “¿Cómo determinas la actividad de una nueva droga?”.
¿Cómo
procedemos para descubrir la acción, la naturaleza del efecto sobre el sistema
nervioso central, de una sustancia química que acaba de sintetizarse, pero que
aún no se ha introducido en ningún organismo vivo? Yo comienzo explicando que
debemos partir de la base de que, en primer lugar, la sustancia química recién
nacida está tan libre de actividad farmacológica como un niño recién nacido
está libre de prejuicios.
En
el momento de la concepción de un individuo, queda decidido gran parte de su
futuro, desde características físicas hasta el sexo y la inteligencia. Pero
muchas otras cosas no se determinan aún. Cosas tan sutiles como la
personalidad, los sistemas de creencia y muchas otras características no quedan
establecidas al nacer. A los ojos de todo recién nacido, hay toda una
omnipresencia de inocencia y divinidad que cambia gradualmente a medida que
entabla interacción con los padres, los familiares y el entorno. El adulto en
que se convierte es un producto que ha sido moldeado mediante repetidos
contactos con dolores y placeres, y lo que aparece al final del proceso es un
pesimista, un egocéntrico o una persona que se dedica a salvar vidas. Y los
compañeros de viaje de esta persona, en el transcurso de su desarrollo, desde
el bebé poco definido, hasta el adulto perfectamente caracterizado por su
personalidad, todos ellos habrán influido en él, y a su vez habrán sido
influidos por él, mediante todas las interacciones que habrán tenido lugar.
Lo
mismo sucede con una sustancia química. Cuando se concibe la idea de una nueva
sustancia, no existen más que símbolos, un collage
de extraños átomos unidos mediante enlaces, que se garabatean en una pizarra, o
en una servilleta, en la mesa, durante la cena. La estructura, sin duda, y tal
vez incluso algunas características espectrales y propiedades físicas, están
pre-determinadas de forma inevitable. Pero sus características en el ser
humano, la naturaleza de su acción farmacológica, o incluso el tipo de acción
que podría llegar a mostrar sólo pueden ser objeto de conjeturas. Estas
propiedades todavía no se pueden conocer, dado que en esta fase aún no existen.
Entre
los investigadores que ponen a prueba alguna sustancia que ha obtenido otro
investigador se encontrarán algunos (la mayoría, espera el creador) que harán
distintas evaluaciones por separado y que estarán de acuerdo con las de quien
obtuvo por primera vez la sustancia, y entonces se tendrá la impresión de que
el creador definió (desarrolló) las propiedades de forma adecuada. Otros
investigadores (sólo algunos, espera el creador) mostrarán su desacuerdo, y sin
decir nada a nadie tenderán a preguntarse por qué no llegaron a evaluar la
sustancia de forma más precisa. Si sucede todo esto, podemos considerar
globalmente que se trata de un éxito, y que es la recompensa por seguir las
tres partes del proceso, es decir, ideación, creación y definición.
Pero
debemos tener en cuenta que la interacción tiene lugar en los dos sentidos: la
persona que experimenta una sustancia, lo mismo que la sustancia que se comprueba,
reciben su mutua influencia .Yo
determino la actividad de las sustancias que invento de la manera más antigua y
más validada por la experiencia; establecida y practicada durante miles de años
por médicos y chamanes que tuvieron que conocer los efectos de plantas que
podían ser útiles para curar. El método es evidente para cualquiera que haya
pensado al menos un poco en este asunto. Aunque la mayoría de los compuestos
que investigo se materializan en el laboratorio, y yo en contadas ocasiones
pruebo las plantas o los hongos que nos ofrece la naturaleza, todavía hay una
única manera de hacerlo, un procedimiento que minimiza el riesgo, a la vez que
maximiza la calidad de la información obtenida. Yo mismo ingiero el compuesto.
Experimento sus efectos físicos en mi propio cuerpo y permanezco atento a
cualquier efecto mental que pudiera aparecer.
Antes
de ofrecer detalles sobre este anticuado método para descubrir la actividad de
una nueva droga, permítame el lector explicar qué pienso sobre los ensayos en
animales, y por qué ya no me baso en ellos para mi investigación.
Antes
utilizaba animales, cuando trabajaba en Dole, para detectar la posible
toxicidad. Evidentemente, las drogas que prometían tener utilidad clínica deben
pasar por los procedimientos establecidos que permite el IND (Investigational
New Drugs, “Nuevos Fármacos de Investigación”), así como por ensayos clínicos,
antes de poderse efectuar estudios en humanos a gran escala. Pero yo no he
matado ratones en experimentos desde hace dos décadas, y no preveo ninguna
necesidad de hacer eso de nuevo. Mis razones para haberme situado en contra del
uso de animales en los ensayos son las que expongo a continuación.
Durante
la época en que experimentaba de forma rutinaria en ratones toda nueva droga,
potencialmente psicoactiva, para establecer la LD-50 (el nivel de dosis al cual
el 50% de los animales mueren), se me hicieron obvios dos conceptos generales.
Todos los animales que pasaban por la prueba parecían agruparse en la zona que
se encuentra en los 50 y 150 miligramos por kilogramo de peso corporal. Para un
ratón de 25 gramos, esto implicaría encontrarse en unos 5 miligramos. Y, en
segundo lugar, esa cifra no permite predecir ni la potencia ni las propiedades
del mecanismo de la droga que podrían darse en el ser humano. No obstante, en
la literatura científica, numerosos compuestos se han “establecido” como
psiquedélicos por su acción, basándose tan sólo en ensayos animales, sin que se
realizase ninguna evaluación humana. Creo, en términos absolutos, que poner a
prueba cosas como la construcción del nido en ratones, o bien la alteración de
la respuesta condicionada, el apareamiento, el tiempo que tardan en salir de un
laberinto o su actividad motora, no tienen ningún valor para determinar el
potencial psiquedélico de un compuesto.
Hay
una forma de investigación mediante animales que ciertamente sí tiene mérito, y
es la monitorización cardiovascular y eventual examen patológico de un animal
experimental al que se ha administrado una dosis cada vez mayor del compuesto
que se está estudiando. El animal que normalmente he utilizado ha sido el
perro. Esta forma de investigación es ciertamente útil para determinar la
naturaleza de los efectos tóxicos que se deben controlar, pero sigue sin tener
ningún valor para definir los efectos subjetivos de una droga psicoactiva en el
ser humano.
Mi
punto de partida habitual, al probar una nueva droga, es de entre unas diez y
cincuenta veces menos, en términos de peso, que el nivel activo conocido de su
análogo más cercano. Si tengo alguna duda, reduzco de nuevo otras diez veces.
Con algunos compuestos que están estrechamente relacionados con drogas de baja
potencia previamente investigadas he comenzado a niveles de miligramos. Pero
hay otros compuestos –los de una clase completamente nueva e inexplorada– en
los que posiblemente comience a experimentar a niveles incluso inferiores al
del microgramo.
No
hay un procedimiento totalmente seguro. Distintas líneas de razonamiento pueden
llevar a diferentes predicciones de un nivel de dosis que probablemente sea
inactivo en el ser humano. Un investigador prudente comienza su exploración con
la menor. Sin embargo, siempre está en el aire la pregunta: “Sí, pero qué
sucedería si…?”. Podemos razonar, DESPUÉS de la experiencia que –en la jerga de
los químicos– el grupo etilo incrementó la potencia por encima de la del grupo
metilo, debido a la lipofilia, o que la redujo debido a una desmetilación
enzimática poco efectiva. Por tanto, mis decisiones deben ser una mezcla de
intuición y de jugar con las probabilidades.
Hay
muy pocas drogas que –mediante el cambio estructural basado en un único átomo
de carbono (a esto lo llamamos “homologación”)– cambien su potencia
farmacológica en todo un nivel de magnitud. Hay muy pocos compuestos que sean
activos oralmente a niveles muy por debajo de 50 microgramos. Y he descubierto
que las escasísimas drogas que son activas en el sistema nervioso central del
ser humano y que resultan ser peligrosas para el investigador a dosis activas,
normalmente ofrecen algunas advertencias previas al nivel de umbral. Si deseas
seguir siendo un investigador vivo y saludable, tendrás que conocer bien estas
señales de aviso, y dejar de seguir investigando en mayor medida cualquier
droga que presente una o más de esas señales. Yo normalmente experimento menos
en busca de indicios de peligro que en busca de las señales de que la nueva
droga pueda tener efectos que simplemente no me resulten útiles o interesantes.
Por
ejemplo: si estoy probando una nueva sustancia a un nivel de dosis bajo y
detecto en mí indicios de hiperreflexia, un exceso de sensibilidad a los
estímulos normales –estar acelerado, como suele decirse coloquialmente–, podría
tratarse de un aviso de que esa droga podría, a dosis más altas, causar
convulsiones. Los convulsionantes se utilizan en la investigación con animales
y tienen una función legítima en medicina, pero mi taza de té no llega a
provocarme convulsiones. Que un compuesto muestre cierta tendencia a enviarme
al mundo de los sueños puede ser un síntoma de advertencia; soñar durante el
día es una conducta normal cuando estoy cansado o aburrido, pero no cuando
acabo de tomar una pequeña dosis de una nueva droga y me encuentro vigilante,
esperando síntomas de actividad. O tal vez me doy cuenta de que caigo en breves
episodios en que duermo, los microsueños. Cualquiera de estas señales me
llevaría a sospechar que la sustancia podría ser un sedante hipnótico o un
narcótico. Este tipo de drogas es indudable que tienen su lugar en la medicina,
pero –de nuevo– no son lo que yo busco.
Una
vez se ha establecido que la dosis inicial seleccionada no tiene efecto de
ningún tipo, aumento la dosis en días alternos, en incrementos de
aproximadamente el doble a niveles bajos, y tal vez de 1,5 veces, a niveles
superiores.
Debemos
tener en cuenta que, si una droga se experimenta con excesiva frecuencia, se
puede desarrollar tolerancia a ella, aunque no exista actividad percibida, de
forma que aumentar la cantidad tal vez parezca no ofrecer actividad, y en
realidad nos estaremos equivocando. Para minimizar esta posible pérdida de
sensibilidad, no repito ninguna droga en días seguidos. Además, me concedo de
vez en cuando una semana para estar completamente libre de drogas. Esto es
especialmente importante si estoy experimentando distintas drogas de
propiedades estructurales similares en el mismo período.
A
lo largo de los años, he desarrollado un método de asignación de símbolos que
se refieren exclusivamente a la fuerza o intensidad percibida de la
experiencia, no al contenido, que se evalúa por separado en mis notas de
investigación. Podría también aplicarse a otras clases de drogas psicoactivas,
como sedantes-hipnóticos o antidepresivos. Utilizo un sistema de cinco niveles
de efectos, simbolizados por signos de “mas” y de “menos”. Hay un nivel
adicional que describiré, pero se sostiene por sí mismo y no es comparable con
los demás.
(-)
o “menos”. No se nota ningún efecto, de ningún tipo en absoluto, lo cual puede
deberse a la sustancia en cuestión. A esta condición también se la llama
“estado inicial”, que es mi estado anímico normal. Por tanto, si el efecto de
la droga es “menos”, significa que me encuentro exactamente en las mismas
condiciones mentales y corporales en las que estaba antes de tomar la droga
objeto del experimento.
(±)
o “más-menos”. Siento alguna diferencia respecto a mi estado normal, pero no
puedo estar seguro de que se trate de un efecto propio de la droga. Hay muchos
falsos positivos en esta categoría, y muy a menudo mi informe concluye que lo
que he interpretado como indicio de actividad era, en realidad, producto de mi
imaginación.
En
este momento describiré brevemente algo que llamo la “alerta”. Es un leve
indicio que sirve para acordarme (en caso de que me haya distraído por una
llamada de teléfono o una conversación) de que, efectivamente, yo había tomado
una droga. Sucede en una fase temprana del experimento, y es el preludio de
acontecimientos venideros. Todos los miembros de nuestro grupo de investigación
tienen su propia forma individual de alerta; uno nota cierta descongestión de
los senos paranasales, otro siente un hormigueo en la parte inferior del
cuello, otro empieza a moquear ligeramente, y yo, en concreto, me doy cuenta de
que mi tinnitus desaparece.
(+)
o “más uno”. Hay un efecto real, y puedo llevar la cuenta de la duración de ese
efecto, pero no soy capaz de decir nada sobre la naturaleza de la experiencia.
Dependiendo de la droga, podría haber signos tempranos de actividad, entre los
que tal vez se encuentren las náuseas e incluso los vómitos (aunque sean
extremadamente raros). Pueden aparecer efectos menos molestos, como un ligero
mareo, repetidos bostezos, inquietud o deseo de permanecer en movimiento. Estos
síntomas físicos tempranos, si es que surgen, suelen desaparecer en la primera
hora, pero deben considerarse reales, no imaginarios. Puede haber un cambio
mental, pero no se puede definir en relación al carácter de cada uno. Pocas
veces hay falsos positivos en esta categoría.
(++)
o “más dos”. El efecto de la droga es innegable, y no sólo puede percibirse su
duración, sino también su naturaleza. Es a este nivel cuando se realizan los
primeros intentos de clasificación, y mis anotaciones pueden incluir cosas como
ésta: “Hay una considerable mejora visual y una gran sensación táctil, a pesar
de notarse una leve anestesia”. (Lo que significa que, aunque las yemas de mis
dedos puedan responder menos al calor, el frío o el dolor, mi sentido del tacto
se ha potenciado claramente). A más dos, me atrevería a conducir un coche sólo
si existiera de algún modo un riesgo de muerte. Aún soy capaz de contestar
fácilmente al teléfono, y puedo llevar la conversación sin problemas, pero sin
duda preferiría no tener que hacerlo. Mis facultades cognitivas siguen
intactas, y si surge algo inesperado podría sobreponerme a los efectos de la
droga sin excesiva dificultad, hasta tener el problema bajo control.
Es
en este estado –más dos– cuando suelo introducir otro sujeto experimental, mi
mujer, Ann. Los efectos de la droga son lo suficientemente notables en este
nivel para que ella pueda evaluarlos en su propio cuerpo y su propia mente.
Ella tiene un metabolismo muy distinto al mío, y por supuesto una mente también
muy distinta, por lo que sus reacciones y respuestas me aportan una información
muy importante.
(+++)
o “más tres”. Ésta es la intensidad máxima del efecto de una droga. Aparece el
máximo potencial que puede haber en una sustancia. Sus propiedades se aprecian
por completo (suponiendo que la amnesia no sea una de esas propiedades) y es
posible definir de forma exacta el patrón cronológico. En otras palabras, puedo
detectar cuándo recibo la alerta, cuando termina el estado de transición,
cuánto dura la meseta –o actividad completa–, antes de notar el comienzo del
declive de los efectos, y de forma exacta, lo brusca o suave que es la vuelta
al estado inicial o normal. Conozco cuál es la naturaleza de los efectos de la
droga en mi cuerpo y mi mente. Me resultaría imposible coger el teléfono,
simplemente porque necesitaría demasiado esfuerzo mantener la normalidad
requerida en el tono de voz y en las respuestas. Podría manejar una situación
de emergencia, pero la supresión de los efectos de la droga requeriría un
fuerte grado de concentración.
Después
de que Ann y yo hayamos explorado el grado “más tres” de la nueva droga, y hayamos
establecido los rangos de dosis con los que obtenemos esta intensidad en los
efectos, reunimos a nuestro grupo de investigación y compartimos la sustancia
con ellos. Dentro de poco diré algo más sobre este grupo. Después de que los
miembros del grupo de investigación hayan redactado sus informes sobre la
experiencia es cuando me preparo para escribir la síntesis de la nueva droga y
su farmacología humana, para su inclusión en alguna publicación científica.
(++++)
o “más cuatro”. Ésta es una categoría aparte y muy especial, que forma una
clase por sí misma. Los cuatro signos de “más” no significan, de ninguna
manera, que sea superior o comparable a un “más tres”. Se trata de un estado
sereno y mágico que es en gran medida independiente de la droga que se utilice
–si es que se utiliza alguna droga–, y podría llamarse una “experiencia
cumbre”, utilizando la terminología del psiquiatra Abe Maslow. No puede
repetirse a voluntad repitiendo el experimento. Un “más cuatro” es una
experiencia única, mística o incluso religiosa que nunca se podrá olvidar.
Tiende a conllevar un profundo cambio de perspectiva, o en la dirección de la
vida de la persona que tiene la suerte de experimentarla.
Hace
unos treinta años, compartía mis nuevos descubrimientos con un grupo informal
de unos siete amigos; no nos reuníamos todos a la vez, sino en subgrupos de
entre tres y cinco, algunos fines de semana, cuando podían disponer de tiempo.
Estos siete originales pasaron a dedicarse a otras cosas; algunos se mudaron de
la zona de Bay Area y perdimos el contacto; otros siguen siendo buenos amigos a
los que vemos ocasionalmente, pero actualmente para cenar y recordar viejos
tiempos, no para hacer experimentos con drogas.
El
grupo de investigación actual es un equipo que llega a ser de once cuando todos
los miembros están presentes, pero, dado que dos de ellos viven bastante lejos
de Bay Area, y no siempre pueden unirse a nosotros, normalmente somos nueve.
Hacen esto por su propia voluntad, y algunos son científicos, otros psicólogos,
y todos ellos son expertos en experimentar los efectos de un buen número de
drogas psicoactivas. Conocen bien el tema, y estas personas llevan unos quince
años trabajando conmigo. Forman una familia estrechamente unida cuya
experiencia en este ámbito les permite realizar comparaciones directas con
otros estados modificados de conciencia conocidos, así como manifestar si una
característica especial del efecto de una droga es equivalente al de otra, o si
por el contrario es inferior en la comparación. Siento por todos ellos una
inmensa gratitud, por haberme ofrecido muchos años durante los que he podido
confiar en su voluntad para explorar un territorio desconocido.
El
asunto del consentimiento informado es algo complemente distinto en el contexto
de este tipo de grupo de investigación, al llevar a cabo este procedimiento
para estudiar sustancias. Todos nuestros miembros conocen los riesgos, así como
los posibles beneficios, que se pueden esperar en cada experimento. La idea de
mala praxis o demanda legal no tiene sentido dentro de este grupo de
voluntarios. Todos y cada uno de nosotros sabe que cualquier tipo de daño, sea
físico o psíquico, sufrido por cualquiera de los miembros, a consecuencia de la
experimentación con una droga nueva, recibiría el trato adecuado por todos los
demás miembros del grupo, en el grado en que fuese necesario, y durante todo el
tiempo que necesitase esa persona para recobrar la salud. Todos ofreceríamos
apoyo económico, emocional y cualquier otro tipo de asistencia necesaria, hasta
cubrir todo lo que hiciese falta. Pero permítame el lector añadir que el mismo
tipo de ayuda y cuidados daríamos a cualquier miembro del grupo que los
necesitara, aunque la causa no tuviera ninguna relación con la experimentación
con drogas. En otras palabras, somos amigos íntimos.
En
este momento debo señalar que, en el transcurso de estos quince años, ningún
miembro del grupo ha sufrido ningún daño físico o mental como resultado de la
experimentación con drogas. Ha habido unos pocos casos de malestar psíquico y
emocional, pero los afectados siempre se han recuperado en cuanto
desaparecieron los efectos de la sustancia.
¿Cómo
mide un investigador la intensidad de los efectos de una droga, tal como los
percibe él? Lo ideal es que esas evaluaciones fueran objetivas, libres de
cualquier opinión o sesgo por parte del observador. Y el sujeto experimental
debería ignorar la identidad y el tipo de acción esperada. Sin embargo, en el
caso de sustancias como éstas –drogas psicoactivas–, los efectos pueden
percibirse solamente dentro del conjunto formado por los órganos sensoriales
del sujeto. Sólo de esa forma podemos observar e informar sobre el grado y
naturaleza del mecanismo de la droga. Por tanto, el sujeto es el observador, y
la objetividad al estilo clásico es imposible en nuestro caso. No puede haber
estudios ciegos.
El
asunto de los estudios ciegos, especialmente los de doble ciego, no tienen
ninguna relevancia y, en mi opinión, rozan la inmoralidad en nuestro ámbito de
investigación. Las razones para diseñar un estudio “ciego” consisten en
protegerse del posible sesgo subjetivo por parte del sujeto, pero la
objetividad no es posible en esta clase de investigación, como explicaré más
adelante. El sujeto podría llegar a tener un estado modificado de consciencia,
y considero totalmente inadecuada la idea de no advertirle previamente de esta
posibilidad.
Dado
que al sujeto, en un experimento de este tipo, se le habrá advertido sobre la
identidad de la droga y sobre la forma general de acción que puede esperarse a
los niveles de dosificación que Ann y yo sabemos que son activos, y puesto que
conoce el momento y el lugar del experimento, así como la dosis que va a tomar,
yo utilizo la expresión “doble consciente”, en lugar de “doble ciego”. Esta
expresión fue idea original del doctor Gordon Alles, un científico que también
exploró el ámbito de los estados modificados de conciencia con drogas recién
creadas.
Se
siguen estrictamente ciertas reglas. Antes del experimento, deben haber pasado
al menos tres días desde la última vez que se consumió una droga; si alguno de
nosotros sufre algún tipo de enfermedad, aunque sea muy leve, y especialmente
si está tomando medicamentos para ella, sabemos que no participará ingiriendo
la droga objeto del ensayo, si bien puede decidir estar presente durante la
sesión.
Nos
reunimos en la casa de una u otra persona del grupo, y todos llevamos comida o
bebida de algún tipo. En la mayoría de los casos, el anfitrión se prepara para
que todos nos quedemos en su casa para pasar la noche, y nos llevamos sacos de
dormir o esterillas. Debe haber espacio suficiente para que cualquiera de
nosotros se separe del resto del grupo si desea estar solo durante un rato. Las
casas que utilizamos tienen jardines donde podemos pasar algún tiempo al aire
libre, entre las plantas. También hay disponibles música y libros de arte, para
cualquiera que desee utilizarlos durante el experimento.
Sólo
hay dos obligaciones relacionadas con el procedimiento. Tenemos siempre
presente que las palabras “Levanto la mano” (acompañadas siempre por el
levantamiento real de la mano de quien habla), antes de decir algo, significa
que, independientemente de lo que se diga, se trata de un asunto o problema
reales. Si yo grito “Levanto la mano”, y después paso a decir que huelo a humo,
eso significa que estoy realmente preocupado por un olor a humo que es real, y
no que esté haciendo algún tipo de juego de palabras o dejándome llevar por
algún producto de mi imaginación, sea del tipo que fuere. Esta norma se
recuerda al principio de todas las sesiones y se cumple estrictamente.
La
segunda es el concepto de derecho a veto. Si algún miembro del grupo se siente
molesto o nervioso por alguna propuesta concreta relacionada con la forma en
que podría transcurrir la sesión, se ejecuta el derecho a veto y todos lo
respetan. Por ejemplo, si una persona sugiere poner música en algún momento del
ensayo y se le unen otros a los que gusta la idea, se supone que la decisión
debe ser unánime; si a una sola persona le molesta oír música, queda
garantizado que no se pondrá tampoco para el resto del grupo. Esta regla no
genera los problemas que tal vez alguien podría imaginar, porque en la mayoría
de las casas que son suficientemente grandes para acomodar a un grupo de once
personas para un experimento de ese tipo, suele haber una sala libre en la que
poder oír música sin perjudicar la tranquilidad que haya en otras habitaciones.
Debo
decir algo sobre las conductas sexuales. En nuestro grupo, hace muchos años se
expuso claramente –y se ha entendido y respetado desde entonces– que no habrá
ningún tipo de comportamiento relacionado con impulsos o sentimientos sexuales,
que se permita durante un experimento, entre personas que no estén casadas o
que no tengan en ese momento una relación estable. Es la misma regla que se
aplica en psicoterapia; se puede hablar sobre sentimientos sexuales, si se
desea hacer, pero no habrá ningún tipo de actos físicos con otro miembro del
grupo que no sea la pareja adecuada. Por supuesto, si una pareja con una
relación consolidada quiere retirarse a una habitación privada para hacer el
amor, son libres de hacerlo con el beneplácito (y probablemente la envidia) de
todos los demás.
Existe
el mismo acuerdo en relación con los sentimientos de enfado o con los impulsos
de violencia, si llegaran a surgir. Esto permite una total libertad de
expresión, y la completa seguridad de que, independientemente de qué tipo de
sentimiento o emoción inesperados puedan surgir, nadie actuará de ningún modo
que pueda causar remordimientos o sensación de vergüenza, en ese momento o en
otro futuro, hacia alguno o todos nosotros.
Los
investigadores están acostumbrados a tratar la falta de acuerdo o los
sentimientos negativos de la misma forma en que los tratarían en una terapia de
grupo: examinando los motivos de las molestias, el enfado o la irritación.
Saben hace mucho tiempo que el examen de los efectos psicológicos y emocionales
de una droga psicoactiva es, inevitablemente, similar al examen de sus
dinámicas psicológicas y emocionales como individuos.
Si
todo el mundo está en buenas condiciones físicas, participan todos los miembros
del grupo. Se hizo una excepción en el caso de un miembro que llevaba mucho
tiempo participando, un psicólogo de setenta y tantos años que durante una
sesión experimental tomó la decisión de dejar de tomar drogas experimentales.
No obstante, quiso seguir participando en las sesiones con todos los demás, y
recibimos su presencia con gran entusiasmo. Disfrutó mucho tiempo con lo que se
conoce como “ebriedad por contacto”, hasta que murió unos años después, tras
una operación de corazón. Le quisimos mucho y aún le echamos de menos.
Se
trata de un equipo poco usual, y lo reconozco, pero ha funcionado bien para la
evaluación de más de cien drogas psicoactivas, muchas de las cuales se han introducido
en una práctica psicoterapéutica de un tipo nuevo y distinto.
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