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sábado, 16 de diciembre de 2017
sábado, 11 de abril de 2015
Albert Hofmann – Vida y legado de un químico humanista J. C. Ruiz Franco · Momento cumbre - Descubrimiento de la LSD · Indice - Contenidos
Momento cumbre - Descubrimiento de la LSD
Relato de Albert Hofmann
En el transcurso de su
investigación con los alcaloides del cornezuelo del centeno, a Hofmann se le
ocurrió la idea de obtener un preparado semejante a la Coramina® —cuyo
principio activo es la dietilamida del ácido nicotínico— que tuviera su mismo
efecto cardiotónico. Como se encontraba estudiando los derivados del ácido
lisérgico, probó con su dietilamida, y en noviembre de 1938 sintetizó el
compuesto número veinticinco de la serie, que recibió el código de laboratorio de
LSD-25.
Hofmann esperaba que el
nuevo producto mostrara las mismas propiedades que la dietilamida del ácido
nicotínico, sintetizada por los laboratorios Ciba en 1924. Esa
primera síntesis quedó reflejada en su cuaderno de laboratorio con fecha de 16
de noviembre de 1938.
Hofmann sabía qué había
sintetizado, conocía la composición y el procedimiento, pero no tenía ni idea
de sus propiedades y efectos. Como es habitual, la nueva sustancia fue objeto
de estudio para conocer sus posibles aplicaciones. El departamento
farmacológico de Sandoz, dirigido por Ernst Rothlin, demostró ese mismo año
(1938) su acción uterotónica, además de cierta agitación en los animales a los
que se administró. Pero no parecía tener más características, no aportaba nada
especial.
De acuerdo con la
política de la compañía, la LSD tendría que haberse descartado y olvidado, y nunca
debió haberse sintetizado de nuevo. Siguió
trabajando en los alcaloides del ergot; pero, a pesar de todos los logros
obtenidos en este campo durante los años siguientes, no se olvidó de la LSD-25.
Así, en abril de 1943
produjo una nueva muestra para su análisis, basándose sólo en una corazonada y
en que le gustaba su estructura química. En algún momento del proceso Hofmann
se sintió un poco raro, y esa alteración de su estado habitual de conciencia
marcó el inicio de la historia de la LSD. Igual que había hecho en la primera
ocasión, sintetizó sólo algunos centigramos; pero en la fase final,
su trabajo se vio interrumpido por unas sensaciones desconocidas. Como buen
científico —y buen suizo—, siempre trabajaba de forma muy ordenada y
meticulosa; sin embargo, alguna traza de la sustancia debió entrar en su cuerpo
de modo accidental y se vio afectado por un ‘extraño estado de consciencia’.
Ante la confusión mental y
aprovechando que era viernes se fue a casa, pero cuando regresó a su condición
psíquica habitual le extrañó lo ocurrido y se preguntó por la causa. Cualquier
otro investigador habría pensado que se trató sólo de una indisposición o un
trastorno orgánico pasajero, se habría marchado a descansar y al día siguiente
habría continuado con su trabajo como si no hubiese pasado nada. Sin embargo,
nuestro protagonista —que ya conocía los estados alterados de conciencia gracias
a las experiencias místicas de su infancia— sospechó que el causante había sido
algún factor ajeno a su organismo, sin poder intuir aún las propiedades
psiquedélicas de la sustancia con la que estaba trabajando. No sabía qué ni
cómo había sucedido, pero sí que se trataba de algo importante, y por
eliminación sólo quedaba que el causante fuera el mismo producto sintetizado,
que habría entrado en su organismo de alguna forma. Pero la cantidad absorbida
debió ser ínfima por fuerza. Entonces, ¿cómo es posible que ejerciera unos
efectos tan notables? Si la LSD no fuera tan potente —activa en dosis de
microgramos— habría pasado desapercibida porque la cantidad absorbida por el
cuerpo de Hofmann no habría producido efecto alguno. Si su potencia fuera
similar, o sólo un poco mayor, a la de otras drogas similares, nunca habría
sospechado su existencia y la humanidad probablemente nunca habría llegado a
conocerla.
Por
tanto, decidió autoadministrarse cierta cantidad del producto con el objetivo
de comprobar sus efectos. Tomó una dosis que en ese momento consideró pequeña
teniendo en cuenta la actividad de los alcaloides del ergot: 250 microgramos de
tartrato de dietilamida del ácido lisérgico, que equivalen a 170 microgramos de
LSD base. Fue el 19 de abril de 1943, conocido y celebrado desde entonces cada
año como ‘el día de la bicicleta’ en todo el mundo. Reflejó en su cuaderno de
laboratorio:
A
continuación ofrezco las notas del experimento registradas en mi cuaderno de
laboratorio el 19 de abril de 1943:
«19/IV/1943,
16.20 h: 0,5 c.c. de solución acuosa de tartrato de dietilamida por vía oral =
0,25 mg de tartrato. Disuelta en unos 10 c.c. de agua. No tiene sabor. 17.00 h:
Comienzan los efectos. Ligero mareo, sensación de ansiedad, alucinaciones
visuales, síntomas de parálisis, deseo de reír». (Añadido el 21/IV/1943:
«Decido volver a casa en bicicleta. Los efectos más marcados tienen lugar de
18.00 a 20.00 h»).
Aquí
finalizan las notas de mi cuaderno de laboratorio. Las últimas palabras pude
escribirlas sólo con gran esfuerzo. Era ahora evidente para mí que la LSD había
sido la causa de la experiencia del viernes anterior, ya que las percepciones
alteradas eran del mismo tipo, sólo que mucho más intensas. Hablaba con
dificultad. Le pedí a mi asistente, quien estaba informado del
auto-experimento, que me acompañara a casa. Al volver en bicicleta (en tiempos
de guerra sólo había coches para unos pocos privilegiados) mi estado comenzó a
ser peligroso. Todo lo que había en mi campo de visión se movía y se
distorsionaba como si se reflejara en un espejo curvo. También tuve la
sensación de no poder moverme. Sin embargo, mi asistente me dijo después que
habíamos viajado a una buena velocidad. Finalmente llegamos a casa sin
problemas, y sólo fui capaz de decir a mi acompañante que llamara al médico y
que pidiera leche a los vecinos. A pesar de mi estado delirante y alterado,
podía pensar con claridad durante breves períodos; por ejemplo, pensé en la
leche como antídoto no específico para las intoxicaciones.
La
sensación de mareo era a veces tan fuerte que no podía mantenerme erguido y
tuve que tumbarme en el sofá. Todo lo que me rodeaba se transformaba de modo
aterrador. Todo me daba vueltas y los muebles tomaban formas grotescas y
amenazantes. Estaban en continuo movimiento, animados, como si estuvieran
impregnados de una inquietud incesante. Tuve dificultades para reconocer a la
vecina que me trajo la leche (en el transcurso de la tarde bebí más de dos
litros). Ya no era la señora R., sino una bruja malévola con una máscara de
colores. Peor que estas demoníacas transformaciones del mundo exterior eran las
alteraciones que percibí en mí mismo, en mi interior. Todo esfuerzo por poner
fin a la desintegración del mundo exterior y a la disolución de mi ego parecía
ser en vano. Un demonio había entrado en mí y había tomado posesión de mi
cuerpo, mi mente y mi alma. Salté y grité para librarme de él, pero me derrumbé
en el sofá, sin fuerzas. La sustancia con la que quería experimentar me había
vencido. Era el mismo demonio quien, desdeñosamente, había triunfado sobre mi
voluntad. Me invadió el temor de estar volviéndome loco. Estaba siendo
transportado a otro mundo, otro lugar, otra época. Mi cuerpo parecía no tener
sensaciones propias, sin vida, extraño para mí. ¿Me estaba muriendo? ¿Era esto
la fase de transición hacia la muerte? A veces creí estar fuera de mi cuerpo y
percibía con claridad, como un observador externo, la tragedia de mi situación.
No me había despedido de mi familia (mi esposa había salido de viaje a Lucerna,
con nuestros tres hijos, para ver a sus padres). ¿Podrían llegar a entender que
yo no había experimentado de forma irresponsable, sino con la mayor de las
precauciones, y que este resultado no era predecible de ningún modo? Se
intensificaron mi miedo y mi desesperación, no sólo porque una joven familia
iba a perder a su padre prematuramente, sino también porque pensaba que había
quedado inacabado mi trabajo como investigador químico —que significaba mucho
para mí— en medio de una investigación muy prometedora. Asimismo, surgía la
reflexión, llena de ácida ironía, de que iba a dejar este mundo antes de tiempo
por el efecto de la dietilamida del ácido lisérgico, que yo mismo había
descubierto.
Cuando
el médico llegó, ya había pasado la fase más aguda de la crisis. Mi asistente
le informó del experimento porque yo no podía formular ni una frase coherente.
Agitó su cabeza con incredulidad después de haberle referido mi estado
supuestamente cercano a la muerte, ya que no pudo hallar ningún síntoma
anormal, excepto las pupilas extremadamente dilatadas. El pulso, la presión
arterial y la respiración eran normales. Por tanto, no me recetó nada. Me llevó
a mi dormitorio y me observó mientras yo seguía tumbado en la cama. Lentamente,
regresé de un mundo extraño a la realidad cotidiana. El miedo aminoró y dejó
paso a un sentimiento de felicidad y gratitud; volvieron las percepciones y los
pensamientos normales, y tuve la seguridad de que el peligro de volverme loco
había pasado.
En
ese momento comencé a disfrutar de los colores y las formas que veía con los
ojos cerrados. Surgían fantásticas imágenes caleidoscópicas, muy variadas,
abriéndose y cerrándose en círculos y espirales, explotando en forma de fuentes
llenas de colores, recomponiéndose y mezclándose, todo en un flujo constante.
Era especialmente curioso sentir cómo todas las percepciones acústicas —por
ejemplo, el ruido del picaporte de una puerta o de un coche que pasaba cerca—
se transformaban en percepciones ópticas. Todos los sonidos generaban una
imagen cambiante, con su forma y color propios.
Más
tarde, mi mujer volvió de su visita a Lucerna. Alguien le dijo por teléfono que
yo había sufrido una misteriosa crisis. Dejó a los niños con los abuelos y
volvió a casa. Yo ya me había recuperado lo suficiente para contarle lo sucedido.
Las alteraciones sensoriales eran aún bastante marcadas. Todo parecía moverse y
estaba distorsionado en lo relativo a sus proporciones. Además, veía todo con
unos tonos cambiantes y desagradables, en los que predominaban el azul y un
verde que me parecía tóxico. Al cerrar los ojos me asaltaban unas imágenes muy
coloridas, plásticas y fantásticas. Era especialmente notable darse cuenta de
cómo todas las percepciones acústicas, como por ejemplo el ruido de un
automóvil, se transformaban en sensaciones ópticas, de forma que cada tono se
convertía en una imagen con su color propio, que cambiaba de forma
caleidoscópica.
Agotado,
me dormí desde la una hasta las ocho de la mañana y desperté con la cabeza
despejada, aunque algo cansado físicamente. Tenía una sensación de bienestar y
de energías renovadas. El desayuno me supo delicioso y constituyó un
extraordinario placer. Cuando salí al jardín, donde lucía el sol después de
haber llovido, todo brillaba con una nueva luz. Parecía como si el mundo
hubiese sido creado hacía poco tiempo. Mis sentidos vibraban en un estado de
extrema sensibilidad que se prolongó todo el día.
Este
auto-experimento demostró que la LSD-25 se comportaba como una sustancia
psicoactiva con propiedades y potencia extraordinarias. Por lo que yo sabía, no
existía otra sustancia que generara unos efectos psíquicos tan profundos con
dosis tan bajas, ni que originara esos dramáticos cambios en la conciencia y la
experiencia del mundo interior y exterior.
Basándome
en este dramático experimento, podía afirmar que la dietilamida del ácido
lisérgico es una de las sustancias más activas, si no la más activa, de las
conocidas hasta el momento. Con sustancias tóxicas como la estricnina y la
nicotina, sólo con dosis de algunos miligramos se pueden sufrir efectos
tóxicos. De la mayoría de los venenos de serpiente más potentes se administran
con propósitos terapéuticos dosis de 0,01 a 0,1 miligramos.
Al día siguiente Hofmann redactó el
informe para Stoll y Rothlin, sus superiores, quienes enseguida le llamaron
para preguntarle si estaba seguro de la dosis; tal vez había cometido un error
al pesarla. Las dudas estaban totalmente justificadas porque en aquella época
no se conocía ninguna sustancia que mostrara actividad con fracciones de
miligramo. Además, los efectos habían sido notables, lo cual daba fe de su gran
potencia. Rothlin repitió el autoensayo de Hofmann con la tercera parte de la
dosis, e incluso así las alteraciones físicas fueron muy marcadas. Con ello se
despejaron todas las dudas. La LSD era algo genuinamente nuevo en dos sentidos:
en primer lugar, por su potencia inaudita; en segundo lugar, era el primer
psiquedélico conocido que no existía en la naturaleza (el peyote y la amanita
muscaria crecen de modo silvestre).
A continuación se realizaron más
experimentos con voluntarios de los laboratorios Sandoz, que confirmaron los
efectos de la LSD sobre la psique humana y demostraron que era la sustancia
alucinógena más potente. La
LSD era una sustancia creada por serendipia, una mezcla de azar y voluntad
investigadora, igual que ha sucedido con tantos otros hallazgos científicos a
lo largo de la historia. En contra de lo que a veces se ha dicho, no es cierto
que fuera descubierta por casualidad, puesto que surgió en el transcurso de una
investigación sistemática y había sido obtenida deliberadamente cinco años
antes. No obstante, sí fue producto del azar que Hofmann decidiera volver a
sintetizarla después de que el departamento farmacológico la hubiera
descartado, y también que notara sus efectos involuntariamente, lo cual a su
vez fue posible debido a un pequeño descuido y a su marcada acción incluso en
dosis ínfimas. Sin todo ese cúmulo de circunstancias, la LSD habría caído en el
olvido, lo mismo que sucede con miles de productos sintetizados cada año por la
industria farmacéutica.
Indice - Contenidos
1.
Años de niñez y juventud
I. Un niño feliz
II. Adolescente trabajador y buen
estudiante
III. Los años de universidad
IV. Los primeros tiempos en Sandoz
2.
El cornezuelo de centeno
I. Un hongo muy complicado
II. La historia del cornezuelo
III. Hofmann entra en escena. Sus logros
con el ergot
3.
El momento cumbre – El descubrimiento de la LSD
I. En busca de un medicamento para el corazón
I. En busca de un medicamento para el corazón
II. Cuestión de serendipia
III. La LSD se manifiesta
IV. Las primeras reflexiones sobre el
hallazgo
V. Versiones alternativas a la oficial
VI. Las propiedades de la LSD
VII. La LSD sale al mercado
4.
Primeras aplicaciones de la LSD – Su uso en Psiquiatría
I. Los primeros estudios con la LSD
I. Los primeros estudios con la LSD
II. La LSD como psicotomimético – Las
psicosis experimentales
III. Una excelente herramienta para la
psicoterapia
IV. LSD para los enfermos terminales
V. Conclusiones
5.
La expansión de la LSD por el mundo
I. La introducción de la LSD en Norteamérica
I. La introducción de la LSD en Norteamérica
II. La introducción de la LSD en Europa
III. La introducción de la LSD en España
IV. La LSD en Latinoamérica
6.
La LSD, al servicio del espionaje y la guerra
I. La CIA y la LSD
I. La CIA y la LSD
II. Experimentos militares con LSD en
otros países
7.
La gran popularización de la LSD
I. Los inicios del uso extra-científico de la LSD
I. Los inicios del uso extra-científico de la LSD
II. Los psiconautas más famosos
III. La LSD en la cultura de los sesenta
8.
La prohibición de la LSD
I. El ambiente socio-cultural reinante
I. El ambiente socio-cultural reinante
II. El inicio del acoso a la LSD – El
sensacionalismo de la prensa
III. Los peligros desde el punto de vista
médico
IV. Los pasos hacia la prohibición
V. Evolución de la situación legal de la
LSD en España
9.
Las otras drogas de Hofmann
I. Los hongos mágicos mexicanos y la psilocibina
I. Los hongos mágicos mexicanos y la psilocibina
II. El ololiuhqui
III. Las hojas de la Pastora – La Salvia
divinorum
10.
Los misterios de Eleusis – El ácido lisérgico en la Antigua Grecia
11.
Hofmann y Jünger: Una irradiación mutua
I. Un revolucionario conservador
I. Un revolucionario conservador
II. La relación de Jünger con Hofmann y
con las drogas
III. Los últimos años de relación
IV. Hofmann habla de la vida y la obra de
Jünger – Dos conferencias sobre su amigo escritor
12.
El pensamiento de Albert Hofmann
I. La metáfora del emisor-receptor
I. La metáfora del emisor-receptor
II. Las creencias religiosas de Hofmann
III. Dos textos filosóficos de Hofmann
13.
Los últimos años
I. Una tercera edad muy lúcida
I. Una tercera edad muy lúcida
II. Hofmann en España
III. El buen doctor cumple cien años
IV. Los últimos meses
14.
Apéndices
I. Textos complementarios
I. Textos complementarios
II. Un cómic sobre la historia de la LSD
III. Entrevista a Andreas Hofmann, hijo
de Albert
IV. Entrevista a Dieter Hagenbach, amigo
y editor
V. El espíritu como naturaleza -
Entrevista de Antonio Escohotado a Albert Hofmann
VI. El sentido de los misterios de
Eleusis para mundo de hoy (Aclaración error de atribución)
VII. Selección de textos de Albert Hofmann
15. Bibliografía
15. Bibliografía
jueves, 19 de marzo de 2015
Albert Hofmann J. C. Ruiz Franco Vida y legado de un químico humanista - Introducción
Introducción
Albert Hofmann, uno de los científicos más importantes del siglo xx, el químico más conocido de ese siglo, mundialmente famoso por haber descubierto la LSD — pero creador también de otros fármacos con aplicaciones terapéuticas muy útiles —, falleció el 29 de abril de 2008 después de toda una vida dedicada a la investigación, las humanidades y la defensa del buen uso de las sustancias psicoactivas. Era miembro del Comité del Premio Nobel, de la Academia Mundial de Ciencias, de la Sociedad Internacional para la Investigación sobre Plantas y de la Sociedad Americana de Farmacognosia, además de Doctor Honoris Causa por el Instituto de Tecnología de Zurich, la Universidad Libre de Berlín y el Real Instituto de Tecnología de Estocolmo. Genial químico, buen filósofo y mejor persona, este ciudadano suizo descubrió la droga más potente de todas las conocidas, acontecimiento que marcó su vida y que le reportó muchas alegrías, pero también algunos problemas.
Albert Hofmann |
El libro que el lector tiene en sus manos constituye la forma en que el autor de estas páginas desea rendirle el mejor de los homenajes y dar a conocer al público todo lo relacionado con su figura: contar su vida, explicar sus descubrimientos, describir sus investigaciones y dejar memoria de sus aportaciones, tanto en el ámbito científico como en el humanístico. Esperamos de este modo contribuir a terminar con lo que Antonio Escohotado —autor de Historia de las drogas e ‘hijo espiritual’ de Hofmann— llama ‘barbarie farmacológica’ al referirse a la extraña situación que las drogas decretadas ilegales tienen en nuestra sociedad, desde que se inauguró el anormal experimento de la prohibición a comienzos del siglo xx. También deseamos aportar nuestro pequeño granito de arena para deshacer los malentendidos tan habituales en esta materia por culpa de la manipulación informativa, que ha hecho creer al común de la ciudadanía que la LSD, la psilocibina y los demás psiquedélicos son drogas nocivas sin utilidad alguna. En este sentido, consideramos que esta obra tiene, en términos generales, un carácter bastante objetivo. Es evidente que exponemos los hechos con cierta simpatía hacia el tema tratado, pero estamos seguros de no haber caído en ninguna postura extrema, una actitud demasiado común.
Hay hombres que hacen historia, y Albert Hofmann fue uno de ellos. Sin él, el pasado siglo no habría sido tal como se nos ha mostrado. ¿Podemos imaginárnoslo sin psicofarmacología, sin los felices —y en ocasiones alocados— años sesenta, sin hippies, sin música psicodélica, sin movimientos contraculturales, sin corrientes artísticas alternativas y sin drogas como la LSD o la psilocibina? Nuestro buen doctor influyó directa o indirectamente en todos esos hitos históricos que, a su vez, se siguen dejando notar en nuestros días.
En el transcurso de nuestra narración iremos alternando datos biográficos con otros de carácter histórico, cultural, científico o filosófico, en un orden temporal que sólo en contadas ocasiones hemos tenido que romper. El libro contiene también textos y documentos, inéditos en nuestro idioma, que consideramos interesantes por su relevancia y que hemos ido insertando donde la sucesión cronológica nos indicaba que era más adecuado. Algunos de los autores de esos escritos son nombres tan conocidos como Timothy Leary, Allen Ginsberg, Gerald Heard, Andrew Weil y el propio Albert Hofmann. Esta obra es, por tanto, narrativa en su mayor parte, pero también documental. En el apéndice, además de textos adicionales, hemos incluido entrevistas a personas que conocieron muy bien a nuestro biografiado y un cómic sobre la historia de la LSD que encantará a todos los farmacófilos.
Hay asimismo algunos epígrafes —necesarios para que la obra sea completa— dedicados a explicaciones técnicas, inevitables cuando hablamos sobre los aspectos médicos y químicos de los fármacos creados por Hofmann, o sobre los estudios realizados con ellos. El lector más impaciente puede estar tranquilo porque componen sólo una pequeña parte del total; en cuanto al interesado en esta clase de material, estamos seguros de que verá satisfechas sus expectativas y de que podrá ampliar información con las referencias que ofrecemos.
Debemos hacer algunas aclaraciones sobre la terminología empleada. Siguiendo la línea general del libro de evitar los típicos prejuicios relacionados con los psicoactivos, utilizamos indistintamente ‘droga’, ‘fármaco’, ‘medicina’ y ‘medicamento’, como sinónimos que en realidad sólo presentan ligeras diferencias de matiz según el contexto. Por ello, ‘droga’ será empleado en su sentido original, y no con ese sentido negativo que en algunas ocasiones se atribuye al término. También queremos señalar que hemos preferido ‘psiquedélico’ a ‘psicodélico’ — aunque no sea un vocablo aceptado por el Diccionario de la Real Academia de la Lengua— porque nos parece más fiel al original y porque así evitamos las connotaciones que conlleva el segundo.
Por último, una nota sobre la bibliografía. Para no entorpecer la lectura, las referencias a las obras consultadas se encuentran al final, excepto cuando nos ha parecido necesario citar datos concretos de un libro o artículo, o cuando damos la versión de un autor sobre un asunto determinado; en estos casos, aparecen a pie de página.
Sin más preámbulos, les deseo que disfruten del libro y que tengan un buen viaje psiconáutico-literario.
Sin más preámbulos, les deseo que disfruten del libro y que tengan un buen viaje psiconáutico-literario.
J. C. Ruiz Franco
"Es muy, muy peligroso perder el contacto con la naturaleza viva".
martes, 17 de marzo de 2015
Ronin Metsa no dice:
NOTA ACLARATORIA
"Ronin Dice" nunca fue creado para referirse a lo que pudiera decir alguien en particular, fue con la intención de dar voz a aquellos pueblos originarios que nunca la tuvieron. A los que sucumbieron al efecto inexorable de la tranculturación y a otros tantos que desafortunadamente lo siguen haciendo.
Ronin significa "Anaconda" en el idioma de los Shipibos, es la Serpiente cósmica, protectora de este pueblo y es ella la que da el mensaje inicial de:
"No nos dejemos llevar por la fascinación que pueda causarnos la modernidad, busquemos profundamente en nuestras raíces y con ese conocimiento ancestral reavivemos nuestra cultura por el futuro de nuestro pueblo".
En espera de oír esta voz se publicaron distintas entradas, incluso una de ellas fue escrita por un joven indígena Shipibo, Goni Urquía, titulada "LA OVEJA CON GAFAS DE SOL."
Con esta aclaratoria se quiere abrir este espacio a todo aquello que lleve a la expansión de la consciencia y que pueda traducirse en palabras.
El cambio de look del blog anuncia que las próximas entradas estarán dedicadas al recién publicado libro de J. C. Ruiz Franco Albert Hofmann Vida y legado de un químico humanista, así como las anteriores lo fueron al Proyecto Shulgin en Español, maravillosa iniciativa del mismo autor.
Tú dices: aquello que quieras comunicar, un trip report, una experiencia, una voz más en el desierto...Hazlo saber a través del grupo Ronin dice de Facebook.
Albert Einstein dice:
" El ser humano es parte de un Todo de lo que llamamos Universo, limitado en el tiempo y el espacio.
Experimenta sus pensamientos, sentimientos y a sí mismo, como algo separado del resto, como una especie de ilusión óptica de su consciencia.
Esta ilusión es una prisión que nos limita a nuestros deseos personales y al afecto por unas pocas personas cercanas.
Nuestra tarea debe ser liberarnos de esta prisión, ampliando nuestro círculo de compasión a toda la humanidad y a la totalidad de la naturaleza en su belleza".
Albert Einstein y Rabindranat Tagore |
viernes, 13 de marzo de 2015
Albert Hofmann Vida y legado de un químico humanista de J.C. Ruiz Franco - Prólogo de Jonathan Ott
Prólogo de Jonathan Ott
Aquí tenemos un libro híbrido: lo que, ateniéndonos al título, es una biografía de Albert Hofmann, el famoso químico visionario suizo, es simultáneamente una historia cultural de su más notable invención, la LSD, legendaria sustancia psicoactiva (o Delysid®,si utilizamos su denominación farmacéutica). Efectivamente, Hofmann se hizo mundialmente famoso gracias a aquel «hijo problemático», y muchos sólo lo recuerdan como «el padre de la LSD».
En ese sentido, el alcance del presente libro es coherente con el de la autobiografía del mismo Hofmann, LSD, mi hijo problemático (publicado en alemán en 1979, aunque conocido en España bajo otros títulos; por ejemplo, La historia del LSD - Balance crítico de sus aplicaciones y efectos…, Historia de la LSD. Cómo descubrí el ácido y qué pasó después en el mundo o LSD: Mi hijo monstruo). De igual manera, Hofmann había dedicado bastante más espacio al hijo conflictivo que al progenitor. Por otro lado, el nuevo libro de Juan Carlos Ruiz Franco va mucho más allá del contenido de aquel libro precursor, tanto en los aspectos biográficos como en el sentido histórico. Entre otras cosas, nos ofrece más detalles sobre la juventud y la formación de Hofmann. Aparte de su autobiografía y sus cuatro libros de contenido científico, Hofmann publicó dos tratados filosóficos: Mundo interior-Mundo exterior y Lob des Schauens (“Alabanza a la visión”, una edición limitada de distribución privada). En 2008 (el año de su fallecimiento, a la edad de 102), junto con The Beckley Foundation, publicamos Hofmann‘s Elixir, basado en un Festschrift de 2005 en alemán (un libro que festejaba su centenario). Este último libro de Hofmann también incluye mucho contenido biográfico (entre otros datos personales, contiene una exhaustiva bibliografía de los trabajos científicos y populares del sabio suizo). No existe otra información biográfica sobre este gigante de la ciencia y la filosofía del siglo veinte, y el presente libro llena este vacío de forma admirable.Hofmann - Ott |
Hay que destacar la notable historia cultural de la LSD y otras drogas psiquedélicas afines. Del mismo modo que su precursor autobiográfico, examina la invención de la LSD en el contexto del trabajo de investigación químico-farmacéutica desempeñado por Hofmann para la compañía farmacéutica de Basilea, Sandoz Ltd. (ahora parte de la multinacional Novartis). Vemos cómo Hofmann fue también el progenitor de tres fármacos de enorme éxito terapéutico y comercial: Hydergina®, Dihydergot® y Metergina®, a la vez que contribuyó al desarrollo de otros dos: Parlodel® y Sansert®/Deseril®. Aunque Hofmann consideraba a Delysid® el más exitoso de todos, la dirección (por no hablar de los accionistas) de Sandoz contemplaba el asunto de manera muy distinta (en vez de permitirles ganar pingües beneficios, como las demás invenciones de Hofmann, la LSD terminó siendo «un lastre comercial» para Sandoz). Por supuesto, la invención de la LSD convirtió a Hofmann en el máximo experto mundial en sustancias visionarias, y condujo directamente a su posterior exitoso descubrimiento de la sustancia química de dos enteógenos chamánicos secretos:
1) los hongos de María Sabina y R. Gordon Wasson (en los cuales Hofmann descubrió la psilocibina y la psilocina; la primera fue bautizada y lanzada al mercado como fármaco, Indocybin®, aunque corrió la misma suerte que la LSD, es decir, pasó a ser otro fármaco «abortado»); y 2) las semillas mexicanas del don Diego de día, los famosos enteógenos ololiuhqui y tliltliltzin (en los cuales nuestro químico encontró como principios activos visionarios, ¡las mismas amidas del ácido lisérgico que ya había investigado una década atrás como derivados de la LSD!). Ruiz Franco culmina esta parte detallando la investigación preliminar de las hojas de la Pastora o Salvia divinorum, una planta enteogénica descubierta por Hofmann en colaboración con Wasson, quienes la identificaron y establecieron su forma de cultivo, aunque no lograron resolver la cuestión fitoquímica de sus principios activos.
María Sabina con Gordon Wasson en Huautla de Jimenez |
Muchos de los datos históricos están relacionados indirectamente con Albert Hofmann. Vemos cómo el uso extracientífico de la LSD se difundió, junto con su fama, por Estados Unidos y Europa (con especial atención a España e Iberoamérica), sin pasar por alto su aun más prominente infamia y el abuso periodístico de aquella. Personajes como el enigmático Al Hubbard sirvieron como una especie de puente o enlace entre el inframundo del espionaje/servicios secretos y el ultramundo intelectual de literatos como Aldous Huxley (que jugó un papel clave en la difusión de la LSD como enteógeno).
El capítulo 6 se dedica exclusivamente al morboso interés hacia diversas sustancias visionarias por parte de los servicios secretos, sobre todo la CIA estadounidense, a cuyos jefes les fascinó sobremanera la potentísima LSD. Ante los ojos desorbitados de los verdaderos James Bond, era una especie de «arma química no convencional» y una ayuda farmacológica para los interrogatorios (un camino inaugurado por la mescalina, y puesto en práctica por los pioneros médicos nazis en el nefasto campo de concentración de Dachau, Polonia). No tardó en hacerse eco la prensa sensacionalista de esta curiosa y temprana bifurcación del interés por la LSD: por un lado, como un prometedor y revolucionario psicofármaco, Delysid®; y por el otro, ¡como una tétrica tormenta terapéutica, a modo de siniestra bomba atómica para controlar el estado de ánimo! El libro recapitula sobre esta historia de la propaganda: cómo la prensa amarillista ordeñó a la jugosa LSD ad nauseam. Un par de años de exageración y sensacionalismo bastaron para poner a la LSD directamente en la mira del prohibicionismo, y el autor prosigue la triste historia de su eventual estigmatización y universal prohibición… hasta el repentino final de un fructífero camino de investigación neurocientífica, que todavía no se ha logrado retomar.
Ruiz Franco detalla el desarrollo de la colaboración, ya jubilados de sus trabajos, de Hofmann con R. Gordon Wasson y Carl A.P. Ruck, en torno a la pócima (el kykeon) consumida durante los Misterios Eleusinos del mundo clásico griego, como el «secreto» enteogénico causante de esta iniciación. (Hofmann propuso un extracto acuoso de cebada «ergotizada» —infestada con abundantes esclerocios de cornezuelo— a modo de fuente de alcaloides hidrosolubles, similares a la LSD, presentes en la pócima, lo cual bien podría explicar el notable respeto inspirado por la iniciación eleusina y el fanático empeño por mantenerla oculta). Este trabajo innovador concluyó con el conocido libro El camino a Eleusis: desvelando el secreto de los misterios (fue el título de la traducción española, publicada por Fondo de Cultura Económica, que introdujo el término y el concepto enteógeno/enteogénico en el mundo castellano-hablante: nuestro artículo de 1979, que acuñó el neologismo, venía traducido como apéndice). Esta es una de las historias —entre los numerosos temas culturales no relacionados directamente con Hofmann— que el presente libro incluye como trasfondo histórico. Así, la LSD, aquel producto artificial de la investigación químico-farmacéutica (más o menos convencional) obtenido en los laboratorios Sandoz, queda relacionada con embriagantes chamánicos prototípicos, como el péyotl/mescalina, el teonanácatl/psilocibina o el ololiuhqui/amida del ácido lisérgico. La vida y la profesión de Hofmann colocaron todo aquello en un mismo contexto… es decir, la enteognosia. En el libro se ubican la vida y el trabajo de Hofmann en el ambiente propio de nuestra época, lo que los alemanes llaman el Zeitgeist, el «espíritu del momento». Y como guinda para este pastel psiconáutico, el libro nos informa sobre datos específicos acerca de la relación de Hofmann con algunos pensadores españoles, como Antonio Escohotado y Fernando Sánchez Dragó.
El libro trata hasta tal punto la filosofía de Hofmann que ofrece por completo (traducidas por su autor) dos conferencias filosóficas de Hofmann: la primera, sobre su visión de la realidad basándose en su teoría «emisor-receptor»; la segunda, sobre «la redención del tiempo a través de la eternidad». En la sección de apéndices se incluyen varios escritos poco conocidos sobre enteognosia, entre ellos el clásico de Walter Pahnke sobre su exploración del potencial espiritual de la LSD; así como textos literarios: del famoso escritor inglés Aldous Huxley y del poeta beatnik estadounidense Allen Ginsberg. También podemos leer en esa sección una entrevista a Hofmann, realizada por Antonio Escohotado a mediados de los años ochenta. Esta entrevista tiene un significado especial para mí: Hofmann me la envió en el momento de su publicación, y el apellido tan poco común de su autor quedó grabado en mi memoria (muy buena, por lo menos para las palabras o formas léxicas raras. Años después, cuando un amigo me envió el primer tomo de la Historia general de las drogas, yo sabía que había oído aquel apellido; busqué en mis archivos, hallé la entrevista y escribí a Hofmann para pedirle la dirección de Antonio (por supuesto, para llamarle la atención ¡por una larga lista de imprecisiones etnobotánicas!). ¡Y así fue como Antonio y yo entablamos una gran amistad!
El libro concluye con una bibliografía no muy detallada, pero bastante relevante, y un buen índice temático, imprescindible en un libro de esta extensión, que reúne y atesora tanta información valiosa. Con un estilo literario ameno y asequible, demuestra siempre la típica atención de su autor por la precisión y la comprensión histórica. Con buen ritmo, pero deteniéndose en los momentos más importantes, cubre una gran riqueza de datos imposible de hallar en una sola fuente; y sobre todo, es muy interesante. ¿Qué más se puede pedir? Yo lo recomiendo, sin duda alguna.
Jonathan Ott
Rancho Xochiatl
miércoles, 18 de febrero de 2015
¿Drogas? Sí, muchas gracias J. C. Ruiz Franco
¿Drogas? Sí, muchas gracias – Un alegato antiprohibicionista y a favor
del derecho a la sobria ebriedad
J. C. Ruiz Franco
El autor es filósofo,
profesor, escritor y traductor, se dedica a escribir sobre sustancias
psicoactivas, acaba de publicar la primera biografía en español sobre Albert Hofmann, el creador de la LSD y es el director del Proyecto Shulgin en Español,
que cuenta con un grupo en Facebook.
Es un apasionado del saber, especialmente el de carácter general y no
específico, como la filosofía y la historia; a él y a su difusión dedica su
vida, y piensa que el uso correcto de las drogas es indispensable para lograr
un conocimiento pleno del mundo y sus distintos ámbitos, una actitud muy
distinta a la que el común de la gente tiene de las sustancias psicoactivas,
normalmente asociadas a la diversión y al descontrol, por un lado; y al mal
absoluto y los problemas sanitarios, por otro. Además de demostrar con su
ejemplo personal que el consumo de drogas puede utilizarse para trabajar y
crear, en esta ocasión nos ofrece una extensa y detallada diatriba dirigida
contra los prohibicionistas en este ámbito, y para que la ciudadanía despierte
del sueño en que le ha sumido la propaganda de los gobernantes y los medios de
comunicación que están a su servicio.
“¿A que sabes divertirte sin drogas”, “A tope sin
drogas”, “Drogas, ¿para qué? Vive la vida”, “Engánchate a la vida”, "Drogas:
¿te la vas a jugar?”: una y otra vez, sucesivas campañas anti-droga
organizadas por instituciones oficiales o subvencionadas por el gobierno, dirigidas
a los ciudadanos en general y a los jóvenes en particular. ¿Consiguen algo estas
iniciativas en las que muchos parecen poner toda su buena voluntad?
Evidentemente no, a juzgar por las estadísticas que nos ofrecen año tras año. Eslóganes
anti-droga, partidos de fútbol contra la droga…, se trata simplemente de una
enorme tautología porque ¿acaso hay alguien que esté a favor de la
delincuencia, la marginalidad y los problemas de salud asociados a los
psicoactivos? Tal vez sí: los que se benefician con todo este entramado, como
por ejemplo los narcotraficantes; pero también la red de instituciones
anti-droga financiada por el estado y los agentes represores con sus leyes,
reglamentos y decretos, cuya existencia no tendría sentido sin ese chivo
expiatorio que les sirve de excusa para autojustificarse. Y no olvidemos a los científicos
e investigadores financiados por subvenciones y que no dejan de hablar de los presuntos
daños para nuestro organismo. Si el propósito de los ‘drogabusólogos’ −llamados
así por su machacona insistencia en lo que ellos llaman ‘drogas de abuso’− fuera
de verdad solucionar algún asunto de salud pública, abandonarían su sectarismo,
defenderían la legalización −o normalización, como se quiera− y se dedicarían a
investigar las sustancias –alcohol, tabaco y psicofármacos– que crean muchos
más problemas que esas que tanto odian, las que vende el camello de la esquina,
la chabola de La Cañada o el seller
de algún black market de la Deep Web.
Vamos a decirlo sin rodeos y de forma muy sencilla:
esas campañas y las declaraciones de quienes las defienden son una pura farsa.
No necesitamos convencer a los lectores antiprohibicionistas, pero, muy a
nuestro pesar, la mayoría de los ciudadanos está demasiado influida por los gobernantes
y los medios de comunicación a su servicio. Como bien sabemos gracias a los
especialistas en la materia (lean a nuestro pionero Escohotado, porque sin
conocer su Historia general de las drogas
no se puede opinar con fundamento sobre este tema), el problema de la droga no
existía antes de que fueran prohibidas. No había delincuencia asociada a ellas,
ni enfermos arrastrándose por calles y centros médicos, exceptuando a los alcohólicos.
La decisión del gobierno de Estados Unidos, a comienzos del siglo XX, de
controlar el consumo de ciertas sustancias psicoactivas −presionado por
sectores puritanos con fuerte poder económico y por la entonces incipiente
industria del medicamento− dio comienzo a la cascada de leyes, reglamentos,
persecuciones y prohibiciones iniciados por casi todos los países del mundo y
que persisten hoy día, como una muestra más del dominio norteamericano sobre el
resto de naciones. Y a la vez que se persiguen las sustancias que escapan a su
control, se protege y se fomenta el consumo de otras: las que dejan grandes
beneficios empresariales a multinacionales tabaqueras, alcoholeras y
farmacéuticas, a la vez que impuestos al erario público. Mientras todos los
bienpensantes se escandalizan con sólo escuchar la palabra ‘droga’, nadie se incomoda
al acudir a la farmacia a comprar tranquilizantes, analgésicos o
antidepresivos. Y parece que tampoco por el consumo de alcohol y tabaco, que
producen −de forma directa o indirecta− millones de enfermos y muertos cada
año.
Por otra parte, la vida entera sería impensable sin
drogas. ¿O qué creía el lector no muy dispuesto a creer en la manipulación
mediática que he explicado –y que alzará su voz contra lo expuesto en este
escrito– que son la aspirina, los antibióticos, el café, la cerveza o el tabaco
que suele tomar? ‘Droga’ es, por definición, cualquier sustancia que, al ser
introducida en el organismo, en lugar de ser asimilada por éste –lo que sucede
con los alimentos, que forman tejidos, grasa, glucosa, etc.–, pasa inalterada o
se convierte en algún metabolito o subproducto suyo y causa algún tipo de
alteración, que puede ser física o psíquica –la definición clásica que nos recuerda
Escohotado en su gran obra–, y dentro de los tipos de modificación física o
psíquica se engloban muchas subcategorías.
Droga: 1. Nombre genérico de ciertas sustancias
minerales, vegetales o animales, que se emplean en la medicina, en la industria
o en las bellas artes. 2. Sustancia o preparado medicamentoso de efecto
estimulante, deprimente, narcótico o alucinógeno. 3. Medicamento.
En eso consiste –propiamente
hablando– una droga, que por cierto es sinónimo de “fármaco”, así que el lector
ya sabe –por si no lo sabía aún– que todos nos drogamos a diario. Más aún: las
drogas son consustanciales al ser humano; desde el comienzo de los tiempos las
hemos utilizado y hasta que desaparezcamos como especie lo seguiremos haciendo.
Esto que estamos contando no nos lo estamos inventando nosotros, sino que es
una simple descripción de la realidad y un uso correcto de las palabras; no así
la constante insistencia de los gobernantes y los medios de comunicación en
identificar a las drogas con el mal absoluto, con el mismo diablo. Y lo malo es
que lo han conseguido, aunque estoy seguro de que el lector inteligente no se
ha dejado convencer, ¿verdad?
“Pero lo cierto
es que unas drogas están prohibidas y otras no, y eso debe ser por algo”,
replicará algún legalista defensor del sistema vigente. Y explicaremos a este
amigo un tanto ingenuo que el hecho de que unas drogas estén prohibidas y otras
no lo estén no tiene ninguna relación real con su potencia, ni con su bondad o
maldad, ya que en las farmacias podemos encontrar sustancias mucho más
perjudiciales que otras prohibidas; y que los médicos suelen recetar drogas
mucho más fuertes y con más posibles efectos adversos que la mayoría de las
sustancias ilegales (no hace falta sino consultar el vademécum médico para
comprobar esto). En realidad –esa realidad social que los estados intentan
controlar al máximo–, lo que determina que una sustancia esté prohibida, o que
no lo esté, no son sus posibles efectos perjudiciales, sino la decisión de los
legisladores, a su vez condicionada por intereses económicos, la fuerte influencia
de ciertos gremios (como el médico y el farmacéutico) y los prejuicios culturales:
el vino se permite en la cultura occidental cristiana, e incluso se considera
la sangre de Cristo, mientras que lo prohíbe el Islam; éste, en cambio, siempre
ha hecho un uso abundante del cáñamo y sus derivados, mientras que aquí se
llama ‘drogotas’ a sus consumidores. De nuevo, es suficiente echar un vistazo
detallado a la historia de comienzos del siglo XX para entender lo que decimos.
A propósito, por si acaso el lector no lo sabía, excepto contadas excepciones,
ninguna sustancia estuvo prohibida antes de esa fecha. Sólo al llegar el siglo
XX, y coincidiendo con el desarrollo de las multinacionales farmacéuticas,
comenzaron a prohibirse determinadas drogas, cuyo número fue después creciendo
hasta llegar a la situación actual, en que la mayoría de la población,
ignorante de la historia, cree que el estado normal de la humanidad es el
propio de la prohibición; cuando en realidad es al revés, y se trata de una
anomalía histórica que sin duda nuestros descendientes estudiarán con
curiosidad, sabrán con todo detalle por qué sucedió y se preguntarán como
pudieron sus antepasados cometer ese grave error.
Y se pregunta
este inocente escritor: “¿No será que los mismos que prohibieron el libre consumo de sustancias
psicoactivas fueron los causantes, voluntaria o involuntariamente, de todos los
inconvenientes asociados con ellas?”. La respuesta es afirmativa: el llamado ‘problema de la droga’ fue
originado por su prohibición, lo cual queda demostrado por los hechos
anteriores y posteriores. Frente a la falta de
incidencias a lo largo de toda nuestra historia, el siglo XX y lo poco que
llevamos de siglo XXI han visto aparecer todo tipo de cuestiones legales,
vitales, médicas y éticas relacionadas con los compuestos psicoactivos. Además,
aun cuando el lector no comparta mi punto de vista, no creo que pueda indicarme
muchos éxitos del prohibicionismo –sino todo lo contrario, como ya hemos
dicho–, por lo que incluso a efectos prácticos la persecución de la producción,
el consumo y la posesión es contraproducente.
El ser humano, desde que es tal, y durante milenios, ha tomado todo tipo
de sustancias –guiado por la sabiduría popular, transmitida oralmente, y por el
sentido común–, y nunca antes del siglo XX aparecieron problemas sociales. Las
drogas −en sentido amplio, el correcto, no el
manipulado− son algo tan normal como la
comida, y de hecho la naturaleza nos las ofrece en forma vegetal: cannabis, opio,
hoja de coca… ¿Qué pensaríamos si el eslogan
de una campaña dijera “alimentos no”? Nos reiríamos o creeríamos que es obra de
un loco. Pues bien, lo mismo sucede con las proclamas de “drogas no”: son obra
de irresponsables, de personas que nos quieren negar los innumerables recursos
que nos proporcionan la naturaleza y la química.
El consumo de psicoactivos es tan antiguo como el
hombre, y seguramente se trate de un hecho consustancial nuestro, a pesar de
que durante estos últimos cien años hayan intentado hacernos creer lo
contrario. Sin enredarnos en argumentaciones,
baste señalar el dato, el hecho demostrado –que no la opinión– de que tantas
décadas de restricciones, sanciones y penas de cárcel a la producción y el
comercio, así como de amenazas al consumidor, sólo han servido para empeorar un
asunto que antes era insignificante y que se consideraba una cuestión privada.
En la actualidad, después de décadas de prohibicionismo, la situación en este sentido
es mucho peor que la existente cuando no existía este tipo de trabas; para
comprobarlo se podrían estudiar los registros sanitarios, pero no se necesita
ni eso, ya que sabemos que antes de la prohibición nunca existieron colectivos
marginales vinculados a ningún consumo, mientras que después sí, generados por
esas absurdas medidas. La prohibición creó el llamado ‘problema de la droga’, y
no nació para solucionarlo, puesto que antes de ella simplemente no existía,
como hemos dicho. Intentar hacernos creer que nos limitan el acceso a ciertas
sustancias para defendernos de malvadas organizaciones que pretenden
envenenarnos, cuando lo que realmente han hecho es dificultar la obtención de
las drogas que escapan a su control, mientras permiten e incluso fomentan el
consumo de otras más perjudiciales, como el alcohol y el tabaco, que son –de
forma directa e indirecta– responsables de un número de problemas de salud y de
muertes inmensamente superior al de todas las drogas prohibidas juntas. Si de
verdad se preocupan tanto por nosotros –y por eso nos quitan de la vista todo
lo que ellos afirman que es perjudicial– ¿por qué no retiran de la circulación
el tabaco y el alcohol, mucho más nocivos en todos los sentidos, y en cambio
son cada vez mayores las sanciones por consumo de algo tan poco peligroso como
el cannabis? La respuesta la conoce el lector: por intereses económicos y por
prejuicios morales.
Por otra parte, ¿quiénes son los gobernantes para
decirme lo que yo puedo tomar o no? Independientemente
de la opinión que se tenga, es indudable que cada individuo es el único dueño
de sí mismo –una afirmación autoevidente que sólo puede negarse desde ciertos
integrismos que conocemos muy bien–, y
ni el estado ni la religión son nadie para indicarme lo que puedo o debo
introducir en mi cuerpo, mientras no dañe a un tercero. ¿O sí? ¿Qué espíritu
democrático es ese, seres intolerantes y repletos de prejuicios?
A pesar del tan
cacareado progreso en la libertad y los derechos humanos, lo cierto es que, en
lo relativo a las sustancias psicoactivas, el estado se ha auto-otorgado el
derecho a decidir en la vida privada de los ciudadanos, lo cual ha significado
un claro recorte en las libertades individuales. Debido a ello, en este ámbito
específico hemos retrocedido en comparación con cómo nos encontrábamos hace un
siglo, cuando en las droguerías –los establecimientos donde se vendían drogas–
se podían adquirir, a un precio realmente bajo, cocaína, heroína, morfina,
hachís, etc.; y el grueso de la ciudadanía, al considerar a estas sustancias
productos normales de la vida cotidiana, hacía de ellas un uso moderado y
prudente. Si pensamos bien en ello y lo comparamos con las condiciones
actuales, con todas sus restricciones y la actitud de muchos –con mentes manipuladas
por la propaganda de los estados, a su vez transmitida por los medios de
comunicación con intereses en este asunto–, para quienes la palabra ‘droga’ es
peyorativa en sí misma, nos daremos cuenta de que estamos más atrasados que
nuestros tatarabuelos.
Deciden por nosotros, nos prohíben tomar lo que la naturaleza
y la química ponen a nuestro alcance. Y por si fuera poco, ponen trabas a la
información veraz y objetiva, a la vez que fomentan la que rebaja al consumidor
al nivel de un niño a quien hay que prohibir, regañar y cuidar (la postura de
las entidades que dicen ser terapéuticas) y la que sólo muestra en sus medios
informativos a los consumidores marginales y los narcotraficantes (los reportajes
del autodenominado ‘periodismo de investigación’ y el enfoque de los mass media en general, que no es más que
sensacionalismo barato). Son los mismos que ignoran la gran cantidad de
personas normales, con trabajo y familia –además de honrados contribuyentes–,
que de vez en cuando toman alguna sustancia haciendo uso de su innegable derecho
a darse un pequeño premio en forma de viaje psíquico o de estado de lúcida
tranquilidad; por no hablar de todos los intelectuales, pensadores, escritores,
músicos y otros individuos creativos que potencian sus facultades gracias al
uso de drogas (el opio de Goya, las anfetaminas de Sánchez Ferlosio, la heroína
de Burroughs, la mescalina de Huxley, la LSD y otros psiquedélicos de tantos
cantantes, y todas las sustancias creadas por Shulgin, quien las experimentó en
sí mismo antes de describirlas en sus artículos y libros, y posteriormente
siguió disfrutando de muchas de ellas). Frente a esta información
deliberadamente tendenciosa, lo ideal sería ofrecer información verídica, sobre
todo a los jóvenes, opuesta a la prohibición y con el objetivo de evitar los
excesos y mantenerse en el justo medio, que es donde
reside la virtud, como ya sabían los griegos. Pero no: los gobernantes, los
funcionarios que viven del tinglado anti-droga y los medios de comunicación a
su servicio, deseosos de vender llamativos titulares, no pueden dejar escapar
la gallina de los huevos de oro.
No podemos pasar por alto que este asunto constituye además
un buen chivo expiatorio al que achacar los males de la sociedad, y
simultáneamente un estupendo pretexto para justificar todo tipo de leyes
represivas, control policial y entrometimiento en la vida privada de los
ciudadanos. Antes fue la Ley Corcuera de la patada en la puerta, y ahora es la
Ley Fernández Díaz o ley mordaza. ¿Dónde quedan las
proclamas que tanto nos han vendido, esos preceptos inviolables de la libertad
individual contra todo tipo de totalitarismo, contra los intentos de
inmiscuirse en la vida y la conciencia de los ciudadanos, uno de los supuestos
pilares tanto del liberalismo como de la socialdemocracia? Bien estamos
comprobando en nuestras propias carnes que los intereses económicos y el
control social están por encima de las convicciones ideológicas: el dinero manda
y no importa contradecirse; ya vendrán luego a echar una mano la propaganda
–explícita, implícita o subliminal– y los científicos drogabusólogos, un
numeroso colectivo de barrigas agradecidas.
No obstante, a los prohibicionistas aún les queda un
recurso contra esta crítica demoledora que les estamos lanzando; cuentan con un
argumento muy poderoso: las drogas legales, los medicamentos, no presentan
potencial de abuso, no originan extrañas sensaciones internas que incitan a consumirlas
compulsivamente, cosa que sí ocurre con las drogas prohibidas. Pero se trata de
otro argumento fácil de rebatir: dejando a un lado que no son tantas las sustancias
ilegales que pueden generar dependencia física (los opiáceos y posiblemente la
ketamina, aunque las diferencias entre dependencia física y dependencia
psicológica son discutibles), muchos medicamentos o drogas legales también se
toman de forma compulsiva y generan más problemas sanitarios que las
prohibidas, como sucede con los tranquilizantes benzodiazepínicos, con una
larga lista de efectos secundarios que puede leerse en cualquier prospecto y que
sufren los que se hacen dependientes a ellos, cuyo número va en aumento y se
nota en las personas a las que el médico de cabecera despacha rápidamente con
una receta de Valium®, Tranxilium®, Orfidal® o Trankimazín®, en cuanto detecta
que no padecen ningún mal orgánico y que su problema es psicosomático, con lo
que el sistema sanitario induce al paciente a convertirse en drogadicto. Por
otra parte, el alcohol es igual de adictivo que cualquiera de las sustancias
ilegales que producen dependencia física, y su síndrome de abstinencia es el
peor de todos los existentes, con delirium
tremens, graves complicaciones y posible muerte del paciente, algo que no
sucede con la heroína, a pesar de toda la mala prensa que tiene. Los defensores
del prohibicionismo aún añadirán que las benzodiacepinas, el tabaco y el
alcohol son legales y no producen las extrañas sensaciones de euforia de las
drogas ilegales. Y aquí el círculo se ha cerrado definitivamente: resulta
entonces que es nocivo lo ilegal, como si la legislación de una sustancia
pudiera influir sobre sus propiedades farmacológicas, que es lo que sucede actualmente:
en primer lugar, el legislador decide qué se permite y qué no, y de ahí se derivan
sus propiedades (beneficiosas o perjudiciales), cuando lo correcto sería partir
de los efectos de cada sustancia −es decir, empezar por lo farmacológico− y
extraer después las consecuencias, punto que no se cumple porque no interesa a
los gobernantes prohibicionistas. En cuanto a que las drogas prohibidas generen
sensaciones extrañas en sus usuarios, es algo que concierne sólo al consumidor,
siempre que no perjudique a nadie más, una cuestión sobre la que cada individuo
debe decidir. El problema de fondo es que nuestra sociedad cristiana (lo queramos
o no, el cristianismo es uno de los pilares de nuestra civilización) ve con
malos ojos que alguien tome algo para sentir placer, evadirse o acceder a un
tipo de conocimiento distinto, porque son propósitos incompatibles con la
austeridad y la dedicación a la familia y al trabajo que deben llevar los
fieles, quienes ya encontrarán su recompensa en la otra vida. De ahí nace el deseo
de entrometerse en la vida privada y considerar fuera de su normalidad a
quienes toman psicoactivos. Frente a esto, y como personas libres que somos,
deberíamos poder elegir lo que mejor queramos para nosotros mismos, siempre que
no dañemos a nadie. Podemos exigir nuestro derecho inalienable a consumir lo
que deseemos, a hacer con nuestros cuerpos y nuestra vida lo que nos venga en
gana, reivindicaciones que sólo pueden negarse desde posiciones fundamentalistas,
ya sean religiosas, éticas o políticas.
Los antiprohibicionistas sabemos que tenemos la razón,
y los más inteligentes del bando contrario también lo saben, aunque por
supuesto lo callan haciendo gala de su hipocresía; y aunque en el campo de los
argumentos la guerra está ganada, nos encontramos muy lejos de vencer en el mundo
real, dado que el enemigo es fuerte, muy fuerte. ¿Por qué no ceja en su empeño?
Porque, por un lado, existen presiones de grandes empresas a las que perjudicaría
la libre circulación de drogas (tabaqueras, alcoholeras, farmacéuticas). Por
otro, peligraría la posición de quienes viven del tinglado anti-droga que ya
hemos descrito. Y no es menos importante que al estado no le interesa que
elijamos la forma de curación, diversión, autoconocimiento o experimentación
que deseemos, sino que le resulta más útil tener buenos ciudadanos que cumplan
con su trabajo y obligaciones, que no cuestionen el orden social establecido y
que utilicen las drogas que ofrecen las multinacionales farmacéuticas; o bien
que acudan a los gurúes oficiales (psiquiatras y psicoterapeutas), quienes devolverán
al redil a las ovejas descarriadas mediante las drogas legales (rebautizadas
con el nombre de ‘medicamentos’ o ‘psicofármacos’) y sus terapias, que generan en
los desviados conformismo, adaptación al entorno y aceptación del sistema.
Y ahora nos atrevemos a dar un paso más: si sabemos
que no tienen razón, ¿por qué siguen ganando la batalla en el plano de la
realidad?, ¿por qué sigue vigente la prohibición? Si sólo defendieran el
prohibicionismo los pocos que se benefician −los empresarios con intereses en
el sector, los gobernantes, los guardianes a su servicio, los pseudocientíficos
y los funcionarios que viven del tinglado−, serían muy pocos. Lo malo −y aquí
está la solución al enigma− es que el ciudadano medio, llevado por el miedo y la
ignorancia, sigue creyendo su propaganda disfrazada de información objetiva. Lo
queramos o no, el servilismo, la ignorancia y el deseo de llevar una vida
cómoda, sin complicaciones, es lo que mueve a la mayoría de personas, y es lo
que legitima y hace posible las sinrazones de nuestros gobernantes, tanto en
este asunto como en otros parecidas. Como suele suceder en
estos casos, lo que falta es cultura y sentido crítico. Cuando alguien está
bien documentado puede elegir libremente, pero no antes. La actitud contraria,
la predominante, absorbida por las mentes de la mayoría, consiste en criticar y
censurar sin antes conocer, aceptando los estereotipos que nos inculcan los
dirigentes y quienes están a su lado. Por esa razón hay tantos ciudadanos
partidarios de la prohibición, cuando un poco de cultura y pensamiento lógico
les bastaría para darse cuenta de que están traicionando sus propios intereses.
Para tomar decisiones acertadas en todos los asuntos de la vida, y en especial
en cuestiones tan complicadas como ésta, hay que estar bien informado y no
dejarse llevar por demagogos, charlatanes, rumores de la calle y medios de
comunicación manipulados.
Por último, ¿queda algún argumento racional para
defender la prohibición del consumo de todo aquello que queramos, dejando a un
lado posturas dogmáticas, interesadas, prejuicios sin fundamento y posiciones
mediatizadas por malas experiencias propias o de algún familiar? Por cierto,
lamentamos si algún lector tiene o ha tenido algún caso de adicción en su
familia; por todo lo expuesto, ya sabe quiénes son los responsables: las
autoridades que prohibieron la sustancia, que la convirtieron en ilegal, y con
ello más atractiva a los ojos de los jóvenes –siempre dispuestas a romper los
tabúes–, y que coartaron la información objetiva sobre ella, lo cual impidió a
su familiar conocer las dosis recomendadas; y también porque, debido a la
prohibición, tuvo que obtenerla en el mercado negro, lo cual siempre conlleva
que no sea pura, sino que esté llena de adulterantes, normalmente más
peligrosos que la misma sustancia.
Reiteramos la pregunta: ¿queda algún argumento
racional para defender el prohibicionismo? Con seguridad, no; ni tampoco para
la organización de esas inútiles campañas anti-droga, simple escaparate para
que instituciones, organismos oficiales y dirigentes políticos mejoren su
imagen, y con las que la ciudadanía es engañada y manipulada al creer que las
autoridades se preocupan por su salud. ¿Hay en ellas algo más que la hipocresía
de unos y la ingenuidad de otros? Prefiero no contestar la pregunta y dejarla
en el aire, para mayor reflexión del lector. De momento, quien esto suscribe se
despide hasta el próximo artículo
.
.
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